KIMBERLEY VLAEMINK
En realidad todos nacemos artistas de la vida
y, sin saberlo , la mayoría de nosotros no logramos serlo
y el resultado es que hacemos un desastre de nuestras vidas
preguntando: ¿Cuál es el sentido de la vida?
¿A dónde vamos después de la muerte...?
Nadie lo sabe.
(SUZUKY Y FROMM .Budismo zen y Psicoanálisis)
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y, sin saberlo , la mayoría de nosotros no logramos serlo
y el resultado es que hacemos un desastre de nuestras vidas
preguntando: ¿Cuál es el sentido de la vida?
¿A dónde vamos después de la muerte...?
Nadie lo sabe.
(SUZUKY Y FROMM .Budismo zen y Psicoanálisis)
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En nuestra generación todos querían ser otra cosa, pero cambiaron el rumbo, dedicándose por siempre a algo muy distinto a lo que querían en verdad llegar a ser. Casi todos equivocaron el camino. Casi nadie escucho la voz interior que les decía: vuélvete futbolista, sé atleta; artista: dibujante, trovador; comediante, o, dedícate simplemente a viajar, aunque a veces no tengas que comer y andes siempre de autostop, como Jack Kerouac y Jack London. Conviértete en piloto aviador como Saint Exupery; en escritor igual a Fadanelli, Murakami o Hemingway; regentea un bar. O, no intentes ser nada y dedícate simplemente a vivir la vida, a escuchar los discos que a ti te gusten, a leer los libros que te apasionen y a ser amigo de aquellos a quienes tú elegiste como tus hermanos del alma. Del mismo modo que el buen Allen Ginsberg.
El país que vivíamos en los noventas no era de ningún modo tan violento ni tan pleno de miedo, y todavía podíamos osar animarnos a levantar el pulgar en alguna carretera desconocida o abordar un vagón de carga de ferrocarril entre juego, broma y en serio. Arriesgándonos a que nos atraparan los policías federales y nos dieran una tunda, o que algún vagabundo nos ofreciera de sus tacos.
Es cierto que nos tocó una crisis económica avasalladora casi a la mitad de aquella década. Que muchos tuvimos que trabajar desde tempranas épocas haciendo de todo, cosa rara entre la gente de nuestro colegio. Donde otrora estaba de moda, para quienes podían costeárselo, un viajecito al extranjero para practicar la segunda o la tercera lengua. Según tenemos noticias, en nuestra generación muy pocos pudieron realizar aquellos viajes estudiantiles a Canadá, Francia o los Estados Unidos que hasta cierto punto eran rituales en generaciones previas. Mínimo un intercambio de cuando menos un mes de duración a Seatle.
En 1994 estaba muy de moda ser contador, ingeniero en algo, abogado, administrador de empresas o doctor. Ejércitos de contadores públicos, juristas e ingenieros obedecían los consejos de la golpeada generación anterior de sus progenitores: “estudia primero algo que te proporcione de qué vivir, luego haces lo que tú quieras…”
¿Cuántos filósofos de closet, cuántos poetas, futbolistas, historiadores, cineastas, viajeros y exploradores frustrados, tras aquellos títulos universitarios caducos pendiendo en el muro de la oficina o la casa materna?
La generación de nuestros padres había visto por décadas la continuidad de sus esfuerzos, proporcionarles los frutos merecidos a la inversión en energía humana aplicada. En nuestro caso, la realidad fue la ruptura de todas las seguridades y certezas. La difuminación de los sueños. A la edad en que nosotros terminábamos la universidad, veinte años atrás, nuestros padres ya nos tenían a nosotros y a algunos de nuestros hermanos. Con paciencia esperaban ellos la certidumbre cuasi celestial de la pensión, la jubilación, los réditos del banco o el negocio familiar, mientras miraban en familia la serie televisiva Los Pioneros o el Chavo del Ocho.
Actualmente, muchos de nosotros continuamos haciéndonos miles de preguntas y laberínticos cuestionamientos sin certidumbre alguna. La certeza financiera, menos la psíquica o la moral, resultan extrañas entre nosotros, los que aún estamos un poco vivos. A menos que estuviésemos tan amodorrados e incluso muertos en vida como para pensar que todo va muy bien.
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Existen varios tipos de adolescentes y de jóvenes. El primer grupo de ellos, a quienes nombraríamos como adolescentes automatizados, nunca han sido jóvenes de verdad. Tal vez cronológicamente, a lo sumo como etiqueta por su breve, muy breve apariencia juvenil, pero nada más. Desde temprana edad, al autómata se le aleccionó para elegir el sendero predeterminado de un supuesto camino de éxito. Hizo las cosas que se esperaba hiciera como joven: las fiestas, las tonterías, los extravíos. Pronto creció y olvidó el rock, dejó de ejercitar su cuerpo y su mente, abandonó los libros y las películas de aventuras, los viajes, los sueños.
No tiene ningún caso intentar comunicarse con el adolescente automatizado, pues la lección del demagogo en turno: sea padre de familia, sacerdote, empresario o maestro, resultó bastante efectiva. De él se espera que consuma mucho, que desobedezca lo justo, sin pretender trastocar su sistema social y que siga durmiendo el sueño lunar para transitar rápido hacia la etapa de adultez sin ningún rito de paso: adquirir su título universitario, vivienda, el auto más lujoso posible y una familia. Pasando si es necesario sobre las cabezas de sus coetáneos. Y que siga consumiendo todo lo posible hasta la muerte.
Pero el joven automatizado puede despertar, asomar en su corazón un dejo de verdadera rebeldía; aclaramos, de “verdadera rebeldía”, no de berrinche consumista ni capricho aburguesado. Entonces es posible que realmente escuche. Y a nosotros brindarnos la oportunidad de dialogar con él.
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El segundo tipo de joven es el que “adolesce” en verdad. Le duele y lo lastima moral y físicamente la falta de congruencia de su mundo. No por nada, en la década de los setentas y ochentas muchos jóvenes se identificaban con la persona rebelde de Jesús de Nazaret. No con el castrado personaje a quien secuestraron las iglesias. Sino con el barbado revolucionario, viril sobremanera, de cabello largo a quien imitaron los Beatles, Dylan y Serrat. Y a quien crucificaron los romanos en la postura más erecta, semidesnudo, rodeado de hermosas judías, algunas vírgenes y otras putas.
Para dialogar con los jóvenes y con los adolescentes, es menester que los adultos quienes pretenden acercárseles, nunca hayan dejado morir a su joven interior. Que jamás hayan dejado de escuchar y seguir sus voces internas, quienes le impelían: “levántate, rebélate… lárgate, sé, fractura, fornica… ama…”
Cualquier intento de un adulto zombi por acercarse a los adolescentes, consistirá en mera demagogia, aleccionamiento barato o intento de someter a los jóvenes mediante máscaras y manipulaciones.
¿Qué clase de ejemplo podemos ser para los jóvenes, los adultos quienes jamás nos atrevimos a seguir las voces internas, o tristemente las dejamos de escuchar hace muchísimo tiempo?
Luego nos quejamos por el tamaño de las rupturas generacionales y porque los chicos no nos escuchan y menos se identifican con nosotros.
En culturas ancestrales de diversas regiones del mundo, se ha hablado siempre de un segundo nacimiento. Para volver a nacer es necesario enfrentar poderosas pruebas y obstáculos, haber decidido desarrollar el propio juicio y seguirlo a partir de aquellas dificultades superadas. Aprender de la propia vida y mantenerse joven internamente por siempre.
¿Qué podemos aportar a los adolescentes, ejércitos de adultos quienes hemos fracasado en enfrentar nuestras propias pruebas y ritos de paso, quienes jamás nos atrevimos a seguir la voz de nuestros corazones?
Aquel quien tiene mucho miedo a morir o de envejecer, es, según nos cuenta Erich Fromm en varios de sus libros, precisamente quien nunca experimentó ese segundo nacimiento. Ese nacer de nuevo para su propia vida. Aquel quien para siempre perdió a su joven interno.