Adan de Abajo

Desde la antiguedad los alquimistas intuían la presencia del OTRO YO, nombrándolo Adán de Abajo. El psicoanálisis más tarde lo bautizaría como Inconsciente.

jueves, 21 de julio de 2016

Krishnamurti: La Muerte del Observador





1

Casi siempre sus escuchas y seguidores eran extranjeros, más que nada de origen europeo o norteamericano, los menos consistían en orientales de castas elevadas y clase social alta. Principalmente indios, nepalíes, chinos y sirios provenientes de familias acomodadas.

Ese verano lo pasó en el norte de la India, en un valle empobrecido donde se elevaban penosamente una serie de chozas de campesinos demasiado humildes: criadores de búfalos, cultivadores de arroz e índigo.

A pesar de su austeridad y de lo famélico de sus habitantes, la belleza de los bosques y campos en derredor era fastuosa.

En el centro del valle, al pie de unas montañas bellísimas, se erigía una escuela para niños y adolescentes sustentada por una fundación que llevaba su nombre. Tal como él lo señalara al inicio de sus charlas ese día, hace más de cincuenta años que  visitaba aquel lugar, desde mucho antes de convertirse en un popular orador de  nivel mundial, guía espiritual y maestro. Cuando era apenas un pre-púber  de clase baja que jugaba en las playas y bosques de la India sin preocuparse por nada. 

Poco antes que los miembros europeos de la Sociedad Teosófica lo encontraran vagando en la costa y creyeran ver en su presencia infantil, la reencarnación del nuevo mesías.

 No pasaría mucho antes de que los decepcionara, disolviendo aquella pretensiosa sociedad, donando sus cuentas bancarias a las familias más necesitadas de India y dedicándose para siempre a la reflexión independiente y a la prédica por completo libre de todo credo, iglesia o institución. Decisión que lo convertiría en uno de los personajes a la vez más peligrosos e influyentes del siglo XX. Como él mismo lo señalara: no existe peor enemigo del sistema que aquel que no necesita del propio sistema: quien ha conquistado su libertad interior.

Pero hoy su público constaba principalmente de niños indios, tibetanos y nepalíes, algunos que otros occidentales, asistentes diarios de la escuela fundada bajo su nombre y enseñanzas.
Causaba un fuerte contraste contemplar a los estudiantes bien alimentados y de buen color, aunque también indios en su mayoría, quienes contaban con el privilegio de recibir una buena educación inspirada en la filosofía de vida del maestro que hoy les hablaba, además de sus infaltables tres comidas. En comparación con los escuálidos campesinos, quienes se afanaban desesperados por conseguir el sustento diario para su familia.

Aquella escuela en el Norte de la India estaba financiada con presupuesto de la ONU y de diversas organizaciones europeas sin fines de lucro. Krishnamurti viajaba periódicamente desde su casa en el Desierto de Mojave, en los Estados Unidos, hasta su natal India para dictar conferencias regulares a estudiantes y docentes. Cerciorándose  que en verdad se alentara en aquella institución, no sólo el desarrollo del intelecto, sino el de un espíritu sano, criado en la tolerancia, la sencillez y la pureza interior.

2

Aquella mañana uno de los más jóvenes asistentes lo increpó, sin ningún temor, con una sola pregunta de lo más directa:
“¿Porqué queremos vivir…?”

Su interlocutor tenía apenas seis años.

El resto de los estudiantes y docentes estallaron en risas, mofándose de la candidez del chico, pero molestando sobremanera al maestro con sus burlas.

Este tipo de preguntas que no buscaban darle vuelta al asunto principal y que no se perdían en laberintos ni pretendían ensalzar un ego falso, carentes de toda malicia y presunción, eran las que más gustaban a Krishnamurti. Por ello confrontó al resto de su público, rescatando y valorando en justa medida la intervención del niño.

Le dolía muchísimo que un niño tan pequeño, casi un bebé, se preguntara la razón por la que los hombres quieren vivir. Si alguien hacía esa pregunta, señaló Krishnamurti a sus numerosos escuchas, sobre todo de acuerdo a su corta edad, era porque ya desde entonces le parecía que la sociedad mostraba a sus miembros más jóvenes sus lados más bestiales y monstruosos. Que un niño tan pequeño percibiera el sinsentido de la vida era una cuestión grave, de suma preocupación.

Otros niños lanzaron entonces nuevas preguntas:

“¿Cómo puede acabarse con la violencia, la guerra y los males del mundo…?”

Pregunto ahora otro, unos dos años mayor que el primero.

“Debe eliminar la violencia y el mal que hay en usted mismo. Uno no puede arreglar el mundo ni a los otros si no se ha vuelto él mismo un ser realmente pacífico en primer lugar…”

Respondió Krishnamurti.

Ahí estaba gran parte del núcleo de sus enseñanzas. No era posible buscar ningún cambio en lo exterior, ni político, ni religioso, ni revolución social alguna,  mientras no se procurara un cambio interior primero. Es lo más fácil voltear hacia los males externos, los errores de la sociedad y de los otros. Señalar las desviaciones y vicios de los demás. Lo más arduo y difícil es acceder hacia el interior de uno mismo y erigir un orden interno. Percatándose de las propias bajezas, asumiendo las contradicciones con el corazón. Empero, sin esta calma y paz personales previas, no es posible pensar si quiera en un mundo distinto.

Sin la revolución interior, todos los cambios y movimientos sociales estarían destinados a fracasar o convertirse en potencialmente más nocivos que los regímenes u órdenes viejos a los cuales pretendían desbancar para imponerse.

3

Krishnamurti recomendaba en primer lugar ser capaz de borrar al Yo, al Observador incesante del Ego, que lo analiza, reflexiona y categoriza todo de manera sistemática. ¿Es posible eliminar al Observador imparable que vive dentro de nosotros? Se pregunta el maestro indio.

Cuando somos capaces de perdernos y dejarnos absorber por nuestras actividades más sencillas y 
vivificantes: descansar en un jardín, contemplar la tarde, escribir, cantar, dibujar, acariciar a otro ser: sea animal o humano. Sin estar más que simplemente realizándolas, olvidándose del Ego analítico, del Observador, fusionándose sencillamente con las cosas del mundo, sus sucesos y fenómenos. Entonces se capta algo fundamental de la existencia: la no diferencia entre nosotros y el mundo.  Entonces se está bastante cerca de experimentar aquello que se conoce como la verdad, dios o lo que sea que está más allá de lo personal.

4

Cuando llegó la tarde, a la hora de comer, el maestro se sintió algo acongojado y triste. Pensó en todos aquellos jóvenes, niños y entusiastas profesores antes de despedirse y mirarlos por última vez ese día. ¿Cuántos de ellos no perderían su ánimo y vitalidad en breve tiempo, cuántos no eran ya ancianos por dentro, a pesar de contar apenas con poca edad, debido a la ambición de éxito, a la búsqueda de reconocimiento y ascenso social, a la cual contribuían los sistemas educativos tradicionales con su adoctrinamiento?

Alguien le hizo una última pregunta, muy certera y precisa, bastante ad hoc con sus últimas y silenciosas reflexiones. Era una niña:

“ ¿Porqué tememos la muerte…?”

“Tememos a la muerte física, porque en el fondo nos aterra la muerte del Ego, que es el fin del dejar de pensar. Si pudiésemos silenciar al observador o al Ego, no temeríamos la muerte, porque conoceríamos desde antes la eternidad… Veríamos que la muerte no existe…”

Respondió el maestro, sereno.

Al finalizar la última sesión de preguntas, los chicos corrieron porque era la hora de la comida. Olvidándose de sus enseñanzas por el momento.


Krishnamurti contempló las montañas y los bosques que rodeaban la escuela. Un silencio sin nombre lo regocijó, siendo su principal alimento de aquel día. 

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