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Casi siempre sus escuchas y seguidores eran
extranjeros, más que nada de origen europeo o norteamericano, los menos consistían
en orientales de castas elevadas y clase social alta. Principalmente indios,
nepalíes, chinos y sirios provenientes de familias acomodadas.
Ese verano lo pasó en el norte de la India, en un
valle empobrecido donde se elevaban penosamente una serie de chozas de
campesinos demasiado humildes: criadores de búfalos, cultivadores de arroz e
índigo.
A pesar de su austeridad y de lo famélico de sus
habitantes, la belleza de los bosques y campos en derredor era fastuosa.
En el centro del valle, al pie de unas montañas
bellísimas, se erigía una escuela para niños y adolescentes sustentada por una
fundación que llevaba su nombre. Tal como él lo señalara al inicio de sus
charlas ese día, hace más de cincuenta años que
visitaba aquel lugar, desde mucho antes de convertirse en un popular
orador de nivel mundial, guía espiritual
y maestro. Cuando era apenas un pre-púber de clase baja que jugaba en las playas y
bosques de la India sin preocuparse por nada.
Poco antes que los miembros
europeos de la Sociedad Teosófica lo encontraran vagando en la costa y creyeran
ver en su presencia infantil, la reencarnación del nuevo mesías.
No pasaría
mucho antes de que los decepcionara, disolviendo aquella pretensiosa sociedad,
donando sus cuentas bancarias a las familias más necesitadas de India y
dedicándose para siempre a la reflexión independiente y a la prédica por
completo libre de todo credo, iglesia o institución. Decisión que lo
convertiría en uno de los personajes a la vez más peligrosos e influyentes del
siglo XX. Como él mismo lo señalara: no existe peor enemigo del sistema que
aquel que no necesita del propio sistema: quien ha conquistado su libertad
interior.
Pero hoy su público
constaba principalmente de niños indios, tibetanos y nepalíes, algunos que
otros occidentales, asistentes diarios de la escuela fundada bajo su nombre y
enseñanzas.
Causaba un fuerte
contraste contemplar a los estudiantes bien alimentados y de buen color, aunque
también indios en su mayoría, quienes contaban con el privilegio de recibir una
buena educación inspirada en la filosofía de vida del maestro que hoy les
hablaba, además de sus infaltables tres comidas. En comparación con los escuálidos
campesinos, quienes se afanaban desesperados por conseguir el sustento diario
para su familia.
Aquella escuela en el
Norte de la India estaba financiada con presupuesto de la ONU y de diversas
organizaciones europeas sin fines de lucro. Krishnamurti viajaba periódicamente
desde su casa en el Desierto de Mojave, en los Estados Unidos, hasta su natal
India para dictar conferencias regulares a estudiantes y docentes.
Cerciorándose que en verdad se alentara
en aquella institución, no sólo el desarrollo del intelecto, sino el de un
espíritu sano, criado en la tolerancia, la sencillez y la pureza interior.
2
Aquella mañana uno de los más jóvenes asistentes lo
increpó, sin ningún temor, con una sola pregunta de lo más directa:
“¿Porqué queremos vivir…?”
Su interlocutor tenía apenas seis años.
El resto de los estudiantes y docentes estallaron en
risas, mofándose de la candidez del chico, pero molestando sobremanera al
maestro con sus burlas.
Este tipo de preguntas que no buscaban darle vuelta
al asunto principal y que no se perdían en laberintos ni pretendían ensalzar un
ego falso, carentes de toda malicia y presunción, eran las que más gustaban a
Krishnamurti. Por ello confrontó al resto de su público, rescatando y valorando
en justa medida la intervención del niño.
Le dolía muchísimo que un niño tan pequeño, casi un
bebé, se preguntara la razón por la que los hombres quieren vivir. Si alguien
hacía esa pregunta, señaló Krishnamurti a sus numerosos escuchas, sobre todo de
acuerdo a su corta edad, era porque ya desde entonces le parecía que la
sociedad mostraba a sus miembros más jóvenes sus lados más bestiales y
monstruosos. Que un niño tan pequeño percibiera el sinsentido de la vida era
una cuestión grave, de suma preocupación.
Otros niños lanzaron entonces nuevas preguntas:
“¿Cómo puede acabarse con la violencia, la guerra y
los males del mundo…?”
Pregunto ahora otro, unos dos años mayor que el
primero.
“Debe eliminar la violencia y el mal que hay en
usted mismo. Uno no puede arreglar el mundo ni a los otros si no se ha vuelto
él mismo un ser realmente pacífico en primer lugar…”
Respondió Krishnamurti.
Ahí estaba gran parte del núcleo de sus enseñanzas.
No era posible buscar ningún cambio en lo exterior, ni político, ni religioso,
ni revolución social alguna, mientras no
se procurara un cambio interior primero. Es lo más fácil voltear hacia los
males externos, los errores de la sociedad y de los otros. Señalar las
desviaciones y vicios de los demás. Lo más arduo y difícil es acceder hacia el
interior de uno mismo y erigir un orden interno. Percatándose de las propias
bajezas, asumiendo las contradicciones con el corazón. Empero, sin esta calma y
paz personales previas, no es posible pensar si quiera en un mundo distinto.
Sin la revolución interior, todos los cambios y
movimientos sociales estarían destinados a fracasar o convertirse en
potencialmente más nocivos que los regímenes u órdenes viejos a los cuales
pretendían desbancar para imponerse.
3
Krishnamurti recomendaba en primer lugar ser capaz
de borrar al Yo, al Observador incesante del Ego, que lo analiza, reflexiona y
categoriza todo de manera sistemática. ¿Es posible eliminar al Observador
imparable que vive dentro de nosotros? Se pregunta el maestro indio.
Cuando somos capaces de perdernos y dejarnos
absorber por nuestras actividades más sencillas y
vivificantes: descansar en un
jardín, contemplar la tarde, escribir, cantar, dibujar, acariciar a otro ser:
sea animal o humano. Sin estar más que simplemente realizándolas, olvidándose
del Ego analítico, del Observador, fusionándose sencillamente con las cosas del
mundo, sus sucesos y fenómenos. Entonces se capta algo fundamental de la
existencia: la no diferencia entre nosotros y el mundo. Entonces se está bastante cerca de experimentar
aquello que se conoce como la verdad, dios o lo que sea que está más allá de lo
personal.
4
Cuando llegó la tarde, a la hora de comer, el
maestro se sintió algo acongojado y triste. Pensó en todos aquellos jóvenes,
niños y entusiastas profesores antes de despedirse y mirarlos por última vez
ese día. ¿Cuántos de ellos no perderían su ánimo y vitalidad en breve tiempo,
cuántos no eran ya ancianos por dentro, a pesar de contar apenas con poca edad,
debido a la ambición de éxito, a la búsqueda de reconocimiento y ascenso social,
a la cual contribuían los sistemas educativos tradicionales con su adoctrinamiento?
Alguien le hizo una última pregunta, muy certera y
precisa, bastante ad hoc con sus últimas y silenciosas reflexiones. Era una
niña:
“ ¿Porqué tememos la muerte…?”
“Tememos a la muerte física, porque en el fondo nos
aterra la muerte del Ego, que es el fin del dejar de pensar. Si pudiésemos
silenciar al observador o al Ego, no temeríamos la muerte, porque conoceríamos
desde antes la eternidad… Veríamos que la muerte no existe…”
Respondió el maestro, sereno.
Al finalizar la última sesión de preguntas, los
chicos corrieron porque era la hora de la comida. Olvidándose de sus enseñanzas
por el momento.
Krishnamurti contempló las montañas y los bosques
que rodeaban la escuela. Un silencio sin nombre lo regocijó, siendo su
principal alimento de aquel día.
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