Adan de Abajo

Desde la antiguedad los alquimistas intuían la presencia del OTRO YO, nombrándolo Adán de Abajo. El psicoanálisis más tarde lo bautizaría como Inconsciente.

lunes, 25 de julio de 2016

Gregory Corso contempla un tigre en el Zoológico de Chapultepec



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Sus ojos eran opacos y la mirada de muerte. El espíritu emigró lejos del cuerpo desde hace tiempo. La boca entreabierta, abandonada a sí misma, mostraba un colmillo astillado con el que otrora derribó y descuartizó  grandes presas en las planicies africanas.

El poeta se encontraba ubicado del otro lado del enrejado, tras una valla de alambres y arbustos y de un foso con agua pestífera que separaba la jaula de los visitantes. Algo se retorció en su estómago y aguijoneó su pecho. Un sentimiento inmisericorde. Nostalgia por sus varios años de condena en dos de las prisiones más violentas de los Estados Unidos cuando aún era menor de edad. Dolor ante un ser que ni siquiera anhelaba ya la libertad, sirviendo de diversión a niños y adultos quienes eran incapaces de entender porqué estaba ahí. ¿Porqué terminó sus días confinado en un exhibidor de bestias si nació libre y anduvo, recorrió, cazó y se reprodujo a su antojo?

En la cárcel conoció a muchos convictos quienes se hacían cuestionamientos semejantes.
Gregory Corso desconocía si el felino dormía o estaba en algún tipo de trance. Los cuencos mortecinos se dirigían con indiferencia hacia el vacío, sin importarle la prisión que le rodeaba ni los mirones que no le quitaban los ojos de encima. Mucho menos aquel  poeta, considerado el más joven de los escritores beats, quien lo estudiaba con detenimiento y se esforzaba en vano en reconstruir su vida anónima.

El escritor ladeó su rostro para intentar colocarse dentro de los ojos del tigre y mirar lo que estaba mirando. Hizo un enorme esfuerzo de atención y concentración en la bestia, intentando ubicarse dentro de su perspectiva de animal cautivo. Unas gotas de sudor rodaron por su frente, su corazón comenzó a latir a toda máquina.
Por un segundo tuvo la certeza de que el felino ya no respiraba.

2

Llegó desde Nueva York haciendo autostop junto con su mejor amigo, el gran poeta beat: Allen Ginsberg. Acababan de recorrer juntos casi todas las universidades estadounidenses y algunos países de Europa leyendo alocados y vanguardistas versos, organizando performances y siendo protagonistas de duraderas fiestas. Ginsberg lo desenterró de un bar de lesbianas en San Francisco, donde trabajaba como cuidador y escribía poemas sobre una mesita en sus ratos libres. Quiso ligárselo desde un inicio y fracasó una y otra vez. Empero, se hicieron enormes amigos y compañeros de viaje. Recién terminaba una condena de tres años por robo en la frontera con Canadá, donde conoció a los más temidos mafiosos italianos, quienes lo acogieron y patrocinaron sus estudios autodidactas en la biblioteca de la prisión.

En Ciudad de México se reunieron con Jack Kerouac, el cual muy pronto los abandonaría para recorrer Europa y Marruecos, dejándoles abierta la invitación de reencontrarse con él en el Norte de África, donde los esperaba el padre de todos los beats: William Burroughs.
Gregory Corso logró apreciar las cualidades más íntimas de la piel del felino: las comisuras de donde brotaban los bigotes, el tono amarillento de los dientes desgastados, la sinuosidad con la que sus rallas negras surcaban la piel rojiza y majestuosa a pesar de los años y el cautiverio.

Estaba haciendo un profundo estudio de todos sus detalles fisiológicos y psíquicos, diseccionando su anatomía y su espíritu.

En prisión, el escritor estuvo a punto de ser violado en las regaderas, hasta que un gorila de Lucky Luciano le salvó el culo al defenderlo y despedir a sus agresores. Quedando con esto comprometido definitivamente con la mafia italiana. Le presentarían al Padrino: Lucky, quien lo recibiría como a un hijo y lo adoptaría igual que a mascota. Incitándolo a que leyera y escribiera, aprovechando las largas horas en la prisión.

3

El sonido metálico del candado de la jaula sonó. Un cuidador del zoológico arrojó los despojos de un aborto de becerro. El animalito casi palpitaba todavía, probablemente habría sido sacado apenas hace un par de horas del vientre de su madre, sacrificada en el matadero. Una tensión desgarró el aire y el ambiente como un cuchillo muy fino, como los colmillos casi en hoz del felino.

Cierta cantidad de gente al rededor de la jaula y en torno a Corso se congregó, a la expectativa de lo que haría el gran depredador con el becerro. Todos querían un espectáculo. El poeta se sintió compadecido, ahora por el pequeño bobino. Molesto contra aquel publico bestial que añoraba ver sangre.

Su primer libro se lo patrocinaron sus amigos de la Universidad de Harvard, en donde transcurrió un par de años haciéndose pasar por estudiante, durmiendo en los apartamentos de sus compañeros, colándose en el comedor tres veces al día, seduciendo a las muchachas, escribiendo poesía y obras de teatro, devorándose sin piedad la biblioteca completa, metiéndose de oyente a las clases sobre literatura y filosofía grecolatinas. Hasta que no fuera descubierto por el decano y este desistiera de echarlo cuando leyera su bella obra. Convirtiéndolo en un poeta visitante.

El público ni siquiera se dio cuenta cómo ocurrió. En un instante en que los niños y las señoras ya estaban gritando asustados y los varones y muchachos decían "¡Oh!". Y el poeta se precipitaba a  extraer su libreta del saco de terciopelo para tomar apuntes mientras parpadeaba.

El tigre se incorporó de un saltó, apoderándose del cuerpo entero de la trémula cría, para trepar en otro segundo imperceptible a su nido fabricado con troncos por sus cuidadores,  masticándolo a placer hasta convertirlo en nada.





jueves, 21 de julio de 2016

Krishnamurti: La Muerte del Observador





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Casi siempre sus escuchas y seguidores eran extranjeros, más que nada de origen europeo o norteamericano, los menos consistían en orientales de castas elevadas y clase social alta. Principalmente indios, nepalíes, chinos y sirios provenientes de familias acomodadas.

Ese verano lo pasó en el norte de la India, en un valle empobrecido donde se elevaban penosamente una serie de chozas de campesinos demasiado humildes: criadores de búfalos, cultivadores de arroz e índigo.

A pesar de su austeridad y de lo famélico de sus habitantes, la belleza de los bosques y campos en derredor era fastuosa.

En el centro del valle, al pie de unas montañas bellísimas, se erigía una escuela para niños y adolescentes sustentada por una fundación que llevaba su nombre. Tal como él lo señalara al inicio de sus charlas ese día, hace más de cincuenta años que  visitaba aquel lugar, desde mucho antes de convertirse en un popular orador de  nivel mundial, guía espiritual y maestro. Cuando era apenas un pre-púber  de clase baja que jugaba en las playas y bosques de la India sin preocuparse por nada. 

Poco antes que los miembros europeos de la Sociedad Teosófica lo encontraran vagando en la costa y creyeran ver en su presencia infantil, la reencarnación del nuevo mesías.

 No pasaría mucho antes de que los decepcionara, disolviendo aquella pretensiosa sociedad, donando sus cuentas bancarias a las familias más necesitadas de India y dedicándose para siempre a la reflexión independiente y a la prédica por completo libre de todo credo, iglesia o institución. Decisión que lo convertiría en uno de los personajes a la vez más peligrosos e influyentes del siglo XX. Como él mismo lo señalara: no existe peor enemigo del sistema que aquel que no necesita del propio sistema: quien ha conquistado su libertad interior.

Pero hoy su público constaba principalmente de niños indios, tibetanos y nepalíes, algunos que otros occidentales, asistentes diarios de la escuela fundada bajo su nombre y enseñanzas.
Causaba un fuerte contraste contemplar a los estudiantes bien alimentados y de buen color, aunque también indios en su mayoría, quienes contaban con el privilegio de recibir una buena educación inspirada en la filosofía de vida del maestro que hoy les hablaba, además de sus infaltables tres comidas. En comparación con los escuálidos campesinos, quienes se afanaban desesperados por conseguir el sustento diario para su familia.

Aquella escuela en el Norte de la India estaba financiada con presupuesto de la ONU y de diversas organizaciones europeas sin fines de lucro. Krishnamurti viajaba periódicamente desde su casa en el Desierto de Mojave, en los Estados Unidos, hasta su natal India para dictar conferencias regulares a estudiantes y docentes. Cerciorándose  que en verdad se alentara en aquella institución, no sólo el desarrollo del intelecto, sino el de un espíritu sano, criado en la tolerancia, la sencillez y la pureza interior.

2

Aquella mañana uno de los más jóvenes asistentes lo increpó, sin ningún temor, con una sola pregunta de lo más directa:
“¿Porqué queremos vivir…?”

Su interlocutor tenía apenas seis años.

El resto de los estudiantes y docentes estallaron en risas, mofándose de la candidez del chico, pero molestando sobremanera al maestro con sus burlas.

Este tipo de preguntas que no buscaban darle vuelta al asunto principal y que no se perdían en laberintos ni pretendían ensalzar un ego falso, carentes de toda malicia y presunción, eran las que más gustaban a Krishnamurti. Por ello confrontó al resto de su público, rescatando y valorando en justa medida la intervención del niño.

Le dolía muchísimo que un niño tan pequeño, casi un bebé, se preguntara la razón por la que los hombres quieren vivir. Si alguien hacía esa pregunta, señaló Krishnamurti a sus numerosos escuchas, sobre todo de acuerdo a su corta edad, era porque ya desde entonces le parecía que la sociedad mostraba a sus miembros más jóvenes sus lados más bestiales y monstruosos. Que un niño tan pequeño percibiera el sinsentido de la vida era una cuestión grave, de suma preocupación.

Otros niños lanzaron entonces nuevas preguntas:

“¿Cómo puede acabarse con la violencia, la guerra y los males del mundo…?”

Pregunto ahora otro, unos dos años mayor que el primero.

“Debe eliminar la violencia y el mal que hay en usted mismo. Uno no puede arreglar el mundo ni a los otros si no se ha vuelto él mismo un ser realmente pacífico en primer lugar…”

Respondió Krishnamurti.

Ahí estaba gran parte del núcleo de sus enseñanzas. No era posible buscar ningún cambio en lo exterior, ni político, ni religioso, ni revolución social alguna,  mientras no se procurara un cambio interior primero. Es lo más fácil voltear hacia los males externos, los errores de la sociedad y de los otros. Señalar las desviaciones y vicios de los demás. Lo más arduo y difícil es acceder hacia el interior de uno mismo y erigir un orden interno. Percatándose de las propias bajezas, asumiendo las contradicciones con el corazón. Empero, sin esta calma y paz personales previas, no es posible pensar si quiera en un mundo distinto.

Sin la revolución interior, todos los cambios y movimientos sociales estarían destinados a fracasar o convertirse en potencialmente más nocivos que los regímenes u órdenes viejos a los cuales pretendían desbancar para imponerse.

3

Krishnamurti recomendaba en primer lugar ser capaz de borrar al Yo, al Observador incesante del Ego, que lo analiza, reflexiona y categoriza todo de manera sistemática. ¿Es posible eliminar al Observador imparable que vive dentro de nosotros? Se pregunta el maestro indio.

Cuando somos capaces de perdernos y dejarnos absorber por nuestras actividades más sencillas y 
vivificantes: descansar en un jardín, contemplar la tarde, escribir, cantar, dibujar, acariciar a otro ser: sea animal o humano. Sin estar más que simplemente realizándolas, olvidándose del Ego analítico, del Observador, fusionándose sencillamente con las cosas del mundo, sus sucesos y fenómenos. Entonces se capta algo fundamental de la existencia: la no diferencia entre nosotros y el mundo.  Entonces se está bastante cerca de experimentar aquello que se conoce como la verdad, dios o lo que sea que está más allá de lo personal.

4

Cuando llegó la tarde, a la hora de comer, el maestro se sintió algo acongojado y triste. Pensó en todos aquellos jóvenes, niños y entusiastas profesores antes de despedirse y mirarlos por última vez ese día. ¿Cuántos de ellos no perderían su ánimo y vitalidad en breve tiempo, cuántos no eran ya ancianos por dentro, a pesar de contar apenas con poca edad, debido a la ambición de éxito, a la búsqueda de reconocimiento y ascenso social, a la cual contribuían los sistemas educativos tradicionales con su adoctrinamiento?

Alguien le hizo una última pregunta, muy certera y precisa, bastante ad hoc con sus últimas y silenciosas reflexiones. Era una niña:

“ ¿Porqué tememos la muerte…?”

“Tememos a la muerte física, porque en el fondo nos aterra la muerte del Ego, que es el fin del dejar de pensar. Si pudiésemos silenciar al observador o al Ego, no temeríamos la muerte, porque conoceríamos desde antes la eternidad… Veríamos que la muerte no existe…”

Respondió el maestro, sereno.

Al finalizar la última sesión de preguntas, los chicos corrieron porque era la hora de la comida. Olvidándose de sus enseñanzas por el momento.


Krishnamurti contempló las montañas y los bosques que rodeaban la escuela. Un silencio sin nombre lo regocijó, siendo su principal alimento de aquel día. 

Igor Caruso: Don Gato y el Psicoanálisis en México









Todo revolucionario auténtico es un representante de la forma social pasada, de lo contrario no sería revolucionario: la revolución  ya estaría hecha. Se olvidan de que el revolucionario debe, en primer lugar, cumplir la revolución  de una manera aparentemente idealista en su propia persona, antes de llevarla al mundo de una manera realista y plenamente consciente.

(IGOR CARUSO – El Psicoanálisis: Lenguaje Ambiguo)





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 Sus alumnos le apodaban Don Gato sin que se diera cuenta, pero no lo hacían con ironía ni resentimiento, como ocurre con otros profesores menos apreciados, sino todo lo contrario, con bastante cariño. Le llamaban Don Gato por la nariz ganchuda que parecía elevar cuando miraba a un paciente a quien psicoanalizaba, o cuando escuchaba a sus alumnos y colegas en un seminario psicoanalítico, atendiendo a sus argumentos con sumo cuidado, antes de rebatirlos y confrontarlos con otros mucho más eruditos y fundamentados, o  antes de apoyarlos y enriquecerlos con su sabiduría.

Caruso se quedó al frente del Círculo Psicoanalítico en Viena, que tenía relación directa y reconocía la paternidad de Freud, después que los analistas judíos huyeran principalmente a los Estados Unidos, Francia y el Reino Unido, perseguidos por los nazis. Aunque durante la ocupación alemana de Austria, el psicoanálisis estaba prohibido, Igor Caruso continuó estudiándolo, practicándolo con discreción y formando jóvenes analistas de todo el mundo.

Luego de la liberación de Viena y tras la derrota de Hitler, los psicoanalistas europeos fieles a la escuela de Freud consiguieron reagruparse alrededor de la figura de Igor Caruso, puesto que para entonces también existían ya muchas escuelas deudoras del pensamiento freudiano. Algunas de ellas disidentes de las enseñanzas de  Freud, otras en franca oposición al patriarca, pero sin dejar de deberle demasiado todas, aunque lo negaran.

Don Gato fue de los primeros freudianos en recibir estudiantes de América Latina: jóvenes psiquiatras y psicólogos de Argentina, México, Brasil, Colombia acudían en oleadas hasta la capital del psicoanálisis no sólo para estudiar en los seminarios del Círculo de Psicología Profunda que Don Gato presidía, sino para psicoanalizarse bajo su tutela.

Caruso provenía de una antigua familia noble de Sicilia, emigrada luego a Rusia a inicios del siglo XIX y emparentada con príncipes y condes rusos. Su padre fue secretario de la nobleza zarista y su madre descendiente de aristócratas sicilianos. Gracias a sus relaciones, el padre de Don Gato ocupo varios cargos como diplomático en España, Francia y Alemania, por lo que desde niño tuvo la oportunidad de aprender muchos y diversos idiomas, y desarrollar un poliglotismo natural. Luego de diferencias con los zares y la nobleza, su padre se trasladó con su familia hasta Viena dejando definitivamente su vida rusa, tiempo antes del estallido de la Revolución de Octubre.

Se formó en Viena como psicólogo infantil con intereses espirituales y religiosos, herencia de su familia cristiana ortodoxa. Colaboró muy de cerca con jesuitas y teólogos protestantes reformadores, quienes planeaban dar un giro al cristianismo en general, para permitir a las iglesias una apertura hacia el evolucionismo de Darwin, el psicoanálisis freudiano, las tesis de Teilhar de Chardin, de Carl Jung y de Jean Piaget. Pero luego su pensamiento dio un giro intelectual hacia la izquierda, incorporando el existencialismo de Jean Paul Sartre, los postulados marxistas y las nuevas aportaciones de los teóricos sociales de izquierda como Geoerge Lukacs y Adam Schaft.

Poco a poco, gracias a su propio análisis didáctico, a sus lecturas de Marx, Engels, Sartre y Lukacs, se modificó su actitud teórica y práctica, hasta llegar al convencimiento de que el psicoanálisis no podía ser terapéutico ni revolucionario, mientras no develara ni denunciara mediante la práctica analítica, el papel de las falsas ideologías en los padecimientos mentales de los hombres modernos.

Su contacto con alumnos y pacientes de Asia y América Latina lo sensibilizó enormemente ante las realidades del Tercer Mundo y le hizo luchar por superar su eurocentrismo y acercarse a ésos otros continentes. Las lecturas del pensamiento marxista le hicieron encontrar una conexión natural entre las contradicciones de clase social de los hombres, y sus padecimientos emocionales. De modo que para la mitad de la década de los cuarentas, llegaba a la conclusión de que el objetivo del psicoanálisis, apoyado en los avances del marxismo, la antropología, las ciencias sociales y la etología, era el análisis y la crítica de las falsas ideologías que enfermaban y alienaban a los seres humanos.          
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Caruso se aclaraba la garganta antes de proseguir con sus seminarios, dirigidos a jóvenes estudiantes latinoamericanos y europeos, bebía un poco de agua kina en una breve pausa. En esta ocasión trataban el tema del inconsciente. Sus alumnos lo escuchaban con un silencio expectante, a la caza de cada frase que deshilvanaban sus palabras sabias y enciclopédicas.

Para Don Gato el inconsciente no era tan sólo un inconsciente individual incluido en cada persona, como lo era para los psicoanalistas ortodoxos, inspirados en el fisicalismo biológico de Freud, sino que era el inconsciente, la energía sexual vital que animaba el universo entero, del cual los seres humanos formaban apenas una minúscula parte. Todos los seres vivientes, incluso los hermafroditas y aquellos microorganismos que se auto-reproducían por bipartición celular, se encontraban divididos entre lo masculino y lo femenino, en la necesidad de  buscar su contraparte sexual opuesta, aquella que les faltaba para complementarse. O de lo contrario, permanecer en el aislamiento total y el no-desarrollo.

La vida en todas sus expresiones era una lucha por separarse de los progenitores, padres y madres, por adaptarse a su medio ambiente y trascenderlo. Pero también una búsqueda para complementarse sexualmente con el otro. Los corales marinos machos que eyaculaban para que la marea transportase su semen a sus correspondientes especímenes hembras ubicados a lejanas distancias oceánicas, la reproducción de las plantas fanerógamas y criptógamas, los peces, los reptiles, las aves, los mamíferos, el hombre. El inconsciente era el patrimonio energético y biológico que animaba lo viviente y lo no viviente en el universo entero, y lo guiaba caóticamente a través de la cópula, el acoplamiento sexual en todas sus formas e intercambios, y el amor.

Para don Gato, al igual que para Confucio, Buda, San Agustín y Freud, a quienes leía devotamente todos los días, los sentimientos humanos se reducían si se les desnudaba hasta sus últimas consecuencias, al miedo y el amor. Una manifestación de lo más mundana y cotidiana de Eros y Tánatos. Todas las formas de comportamiento humano se desprendían de aquellas dos formas básicas de emoción. Era el miedo y el temor lo que llevaba a los hombres hacia el crimen, la envidia, la esclavitud y la alienación. Era el amor el motivo y el fin último de liberación y emancipación de todo ser viviente.

Caruso tomó sus ideas biológicas y antropológicas del padre Teilhar de Chardin, el jesuita quien fue su mentor y maestro. La evolución de la vida, contrariamente a lo que pensaba Darwin, no dependía tan sólo de la adaptación pasiva al medio ambiente por parte de los organismos, sino que era guiada por una finalidad superior. En cada estadio más desarrollado y complejo de las especies, la vida se hacía más perfecta y a la vez inacabada, para transitar nuevamente hacia una etapa de mayor trascendencia.

La conciencia humana y el hombre eran el triunfo de la evolución que había acercado cada vez a la vida misma hacia el estadio máximo del Espíritu Absoluto. El hombre era la personalización de ése último estadio, a la vez cercano al Espíritu Universal y anclado en la tierra, un ser enteramente biológico pero también cultural y social. Dividido entre elevados ideales de amor, y destructivos sentimientos de egoísmo y aniquilación.

Pero Caruso no era creyente, su propuesta no era teológica. Era por completo marxista, partidario de un ateísmo místico, de un judeo-cristianismo crítico sin Dios. Precisamente el fin del psicoanálisis para él consistía en ayudar a los hombres a liberarse de la idolatría, de sus falsos Dioses para hacerlos plenamente responsables de sus acciones. Despojarlos de sus falsas ideologías y sueños enfermizos que les trastornaban. El hombre inventaba a Dios para justificarse, lo utilizaba  para atribuirle sus propios defectos y virtudes, engañándose al creer que sus más bajas actitudes y acciones eran desviaciones de Dios. Atribuyéndole a Dios la intención de juzgar sus actos más ruines, y en la pueril creencia de que sólo él le redimiría. Dejándole perezosamente a Dios la tarea de su propia liberación, en lugar de iniciarla como debía, por sí mismo.

Para Don  Gato el triunfo del psicoanálisis consistiría en hacer consciente al hombre de su lugar como especie biológica en la tierra y el universo, al mismo tiempo que de sus contradicciones culturales y sociales en las que se dividía. Despojado de las deidades que utilizaba para justificarse.

Aquellos alumnos conservadores quienes creían encontrar en Caruso al psicólogo cristiano, creyente, humanista e ingenuo católico, sufrían un fuerte impacto. Los que buscaban al psicoanalista freudiano ortodoxo, burgués y poco crítico se desconcertaban al igual que los otros, al encontrar en Don Gato a un ateo-místico, quien utilizaba el método dialéctico materialista de Marx, pero también  las categorías y técnicas freudianas del psicoanálisis.

Sus alumnos, quienes también tenían que psicoanalizarse con él al aceptar asistir a sus seminarios de formación, sufrían en el proceso analítico una transformación y conversión ideológica nada ausente de dolor y traumatismo psíquico. Un psicoanálisis desideologizador.

Caruso afirmaba una y otra vez sin cansarse, que el hombre revolucionario no podría serlo auténticamente mientras no efectuara la revolución primero en sí mismo, liberándose de sus vínculos incestuosos con la madre y el padre. Para luego aplicar plenamente la revolución en el mundo. De lo contrario toda revolución sería pervertida y estaría condenada al fracaso. La revolución acabaría esclavizando a los hombres en lugar de liberarlos.


Bukowski era un Buda



1

Cass era mitad india navajo y mitad irlandesa. Tenía los ojos verdes, la piel trigueña y el cabello muy negro. Una mañana encontró al viejo Bukowski tomando una cerveza y escribiendo un poema tras otro sobre servilletas de papel en la barra solitaria de un bar.
-¿Porqué no me invitas una cerveza?

Le gritó desde el otro lado del salón, interrumpiendo su trabajo.

-¡Soy Henry Chinaski...! Por si te interesaba...

Respondió aburrido el poeta.  Muchas eran las chicas que se le acercaban con la esperanza de beber gratis a sus costillas, o de interesarlo con sus tristes vidas para ver si las convertía en personajes de sus cuentos y novelas.

Cass se dejó caer sobre el sillón que estaba a su lado, y Hank descubrió que no sólo era bellísima. En sus ojos y su rostro de ángel  había un poco de inocencia y sinceridad, pero sobre todo un mucho de locura.

Esto lo fascinó.

Llevaba un vestido de seda casi transparente, muy pegado a su cuerpo esbelto de gacela. Hank presintió sus caderas delicadas y unos pechos como cisnes diminutos que rosaron su hombro. Cass no llevaba ropa interior debajo.

En la cama descubrió sus múltiples cicatrices en las muñecas, antebrazos y garganta. Algunas realizadas por clientes maniáticos sexuales. La mayoría trazadas por ella misma a punta de navaja.

Unas lágrimas asomaron de los viejos párpados de Hank. Se estaba enamorando poco a poco de ella. Cass era hiperactiva, se entregaba enterita a él: le hacía el amor sin pedirle nada a cambio, cocinaba deliciosos platillos, cortaba el cabello y diseñaba sus propios vestidos para ella y sus amigas.

2

Nuevas lágrimas brotaron de los hinchados párpados de Bukowski-Chinaski. Al abrir recostado en la cama de su ruinoso apartamento en un suburbio de Los Ángeles, la carta donde se le informaba sobre la muerte de uno de sus amigos de toda la vida. Ramón Vásquez, el actor jubilado, apareció muerto en la sala de su mansión en Mohave. Un par de hermanos: Linconl y Andrew, ex militares desempleados y buenos mozos tocaron el timbre de la casa de Ramón. Conociendo de su gusto por los muchachos de tipo atlético, le ofrecieron sus servicios sexuales a cambio de unos sándwiches y tragos. En cuanto ingresaron a su casa lo maniataron y torturaron, forzándolo a que les rebelara el escondite donde presuntamente se encontrarían sus dólares y joyas. En un momento dado, cuando se dieron cuenta que Ramón no poseía nada de lo que buscaban, lo violaron y procedieron a arrancarle su miembro con un gancho, dejándolo morir desangrado en la madrugada.

Hank estalló en sollozos incontrolables, él y su viejo amigo Ramón se conocieron en el hipódromo, eran apostadores empedernidos. El actor intentó seducirlo las primeras ocasiones, renunciando al darse cuenta que Chinaski no cedía ni un milímetro. No tenían nada en común, aunque a Bukowski le agradaba la manera absolutamente transparente con que se relacionaba Ramón, sin negar en lo más mínimo que se lo quería coger a cada momento. El actor jamás se compadecía a sí mismo y esto encantaba al poeta, además de aguantar largas jornadas de bebida juntos sin parar.

Cass lo abrazó para consolarlo, acallando sus sollozos con sus senos desnudos y diminutos, precipitándose a montarlo de un golpe con sus caderas habilidosas.

3

Bukowski cerró sus viejos párpados extenuados. Eran muchas las penas que aquejaban un tiempo su corazón. para luego dejarlas partir a través de su espíritu impecable, sobreviviente de treinta años como empleado del Servicio Postal Norteamericano e innumerables palizas por parte de su padre cuando niño y adolescente. Llevaba semanas sin tener noticia de Cass, hasta antes que el dubitativo cantinero  le rebelara no sin hacer cierto esfuerzo: "...siento mucho lo de tu amiga...".

Hank pensó de inmediato en las cicatrices de su garganta e ingle. Por fin lo consiguió la muchacha. Era violenta y amorosa, demasiado impulsiva, sobre todo cuando se liaba a golpes con sus clientes  menos apreciados o trataba de matarse a cuchilladas.

Tan sólo un mes antes Chinaski le propuso que se fuera a vivir con él. Pero Cass se negó.

"...Un par de años de abstinencia sexual..." Pensó, secándose dos o tres lágrimas.

De la misma manera que el escritor Jack Kerouac, Henry no tenía prejuicios ni problema alguno con las indias como Cass, ni con las mexicanas ni las afroamericanas. Lo volvían loco todas por igual. Amaba a los perros y sobre todo a los gatos, de los cuales tuvo bastantes y le dolía mucho, como si fueran sus hermanos, cuando alguien les hacía daño. 

No tenía ningún problema con los homosexuales, ni con los latinos ni con inmigrantes de ningún género. Llegaba a quererlos a todos ellos y se lamentaba con el mismo dolor por unos y otros cuando partían.