1
Sus ojos eran opacos y la
mirada de muerte. El espíritu emigró lejos del cuerpo desde hace tiempo. La
boca entreabierta, abandonada a sí misma, mostraba un colmillo astillado con el
que otrora derribó y descuartizó grandes
presas en las planicies africanas.
El poeta se encontraba
ubicado del otro lado del enrejado, tras una valla de alambres y arbustos y de
un foso con agua pestífera que separaba la jaula de los visitantes. Algo se
retorció en su estómago y aguijoneó su pecho. Un sentimiento inmisericorde.
Nostalgia por sus varios años de condena en dos de las prisiones más violentas
de los Estados Unidos cuando aún era menor de edad. Dolor ante un ser que ni
siquiera anhelaba ya la libertad, sirviendo de diversión a niños y adultos
quienes eran incapaces de entender porqué estaba ahí. ¿Porqué terminó sus días
confinado en un exhibidor de bestias si nació libre y anduvo, recorrió, cazó y
se reprodujo a su antojo?
En la cárcel conoció a
muchos convictos quienes se hacían cuestionamientos semejantes.
Gregory Corso desconocía si
el felino dormía o estaba en algún tipo de trance. Los cuencos mortecinos se
dirigían con indiferencia hacia el vacío, sin importarle la prisión que le
rodeaba ni los mirones que no le quitaban los ojos de encima. Mucho menos
aquel poeta, considerado el más joven de
los escritores beats, quien lo estudiaba
con detenimiento y se esforzaba en vano en reconstruir su vida anónima.
El escritor ladeó su rostro
para intentar colocarse dentro de los ojos del tigre y mirar lo que estaba
mirando. Hizo un enorme esfuerzo de atención y concentración en la bestia,
intentando ubicarse dentro de su perspectiva de animal cautivo. Unas gotas de
sudor rodaron por su frente, su corazón comenzó a latir a toda máquina.
Por un segundo tuvo la
certeza de que el felino ya no respiraba.
2
Llegó desde Nueva York
haciendo autostop junto con su mejor amigo, el gran poeta beat: Allen Ginsberg. Acababan de recorrer juntos casi todas las
universidades estadounidenses y algunos países de Europa leyendo alocados y
vanguardistas versos, organizando performances y siendo protagonistas de
duraderas fiestas. Ginsberg lo desenterró de un bar de lesbianas en San
Francisco, donde trabajaba como cuidador y escribía poemas sobre una mesita en
sus ratos libres. Quiso ligárselo desde un inicio y fracasó una y otra vez.
Empero, se hicieron enormes amigos y compañeros de viaje. Recién terminaba una
condena de tres años por robo en la frontera con Canadá, donde conoció a los
más temidos mafiosos italianos, quienes lo acogieron y patrocinaron sus
estudios autodidactas en la biblioteca de la prisión.
En Ciudad de México se reunieron
con Jack Kerouac, el cual muy pronto los abandonaría para recorrer Europa y
Marruecos, dejándoles abierta la invitación de reencontrarse con él en el Norte
de África, donde los esperaba el padre de todos los beats: William Burroughs.
Gregory Corso logró apreciar
las cualidades más íntimas de la piel del felino: las comisuras de donde
brotaban los bigotes, el tono amarillento de los dientes desgastados, la
sinuosidad con la que sus rallas negras surcaban la piel rojiza y majestuosa a pesar
de los años y el cautiverio.
Estaba haciendo un profundo
estudio de todos sus detalles fisiológicos y psíquicos, diseccionando su
anatomía y su espíritu.
En prisión, el escritor
estuvo a punto de ser violado en las regaderas, hasta que un gorila de Lucky
Luciano le salvó el culo al defenderlo y despedir a sus agresores. Quedando con
esto comprometido definitivamente con la mafia italiana. Le presentarían al
Padrino: Lucky, quien lo recibiría como a un hijo y lo adoptaría igual que a
mascota. Incitándolo a que leyera y escribiera, aprovechando las largas horas
en la prisión.
3
El sonido metálico del
candado de la jaula sonó. Un cuidador del zoológico arrojó los despojos de un
aborto de becerro. El animalito casi palpitaba todavía, probablemente habría sido
sacado apenas hace un par de horas del vientre de su madre, sacrificada en el
matadero. Una tensión desgarró el aire y el ambiente como un cuchillo muy fino,
como los colmillos casi en hoz del felino.
Cierta cantidad de gente al
rededor de la jaula y en torno a Corso se congregó, a la expectativa de lo que
haría el gran depredador con el becerro. Todos querían un espectáculo. El poeta
se sintió compadecido, ahora por el pequeño bobino. Molesto contra aquel
publico bestial que añoraba ver sangre.
Su primer libro se lo
patrocinaron sus amigos de la Universidad de Harvard, en donde transcurrió un
par de años haciéndose pasar por estudiante, durmiendo en los apartamentos de
sus compañeros, colándose en el comedor tres veces al día, seduciendo a las
muchachas, escribiendo poesía y obras de teatro, devorándose sin piedad la
biblioteca completa, metiéndose de oyente a las clases sobre literatura y
filosofía grecolatinas. Hasta que no fuera descubierto por el decano y este
desistiera de echarlo cuando leyera su bella obra. Convirtiéndolo en un poeta
visitante.
El público ni siquiera se
dio cuenta cómo ocurrió. En un instante en que los niños y las señoras ya
estaban gritando asustados y los varones y muchachos decían "¡Oh!". Y
el poeta se precipitaba a extraer su libreta
del saco de terciopelo para tomar apuntes mientras parpadeaba.
El tigre se incorporó de un
saltó, apoderándose del cuerpo entero de la trémula cría, para trepar en otro
segundo imperceptible a su nido fabricado con troncos por sus cuidadores, masticándolo a placer hasta convertirlo en
nada.