Dedicado
al artista plástico, artesano y vikingo mexicano, Martín del Moral.
A
José Rogelio Cárdenas, terapeuta, editor y estudioso de las Runas.
Estos
sabios postulados vienen a demostrarnos
que
la masa de todos los universos es eterna e inmutable;
desaparece
aquí para reaparecer allá, en una especie de flujo y reflujo,
actividad
y descanso, día y noche.
(SAMAEL
AUN WEOR –Tratado Esotérico de Magia Rúnica)
1.
Una
niebla densa y pesada caía sobre las cabezas despeinadas, plagadas de piojos, costras
sanguinolentas y agusanadas. Algunos hombres andaban cubiertos con cascos
arrancados a los cadáveres decapitados de sus enemigos romanos, gorros
improvisados de piel de lobo, jabalí y alce para cubrirse de la nieve. También
se utilizaban viejos cascos de origen vikingo, germánico e hispano. Las tropas,
mal comidas y peor equipadas, se amontonaban recostadas bajo los grandes robles
y la bruma, tratando de darse un poco de
calor unos a otros. Preparaban una emboscada y la hora de la lucha estaba
cerca. Aguardaban la llegada de las fuerzas enemigas y planeaban atacarlas por
sorpresa.
Semejantes a un ejército de pordioseros:
enflaquecidos y contagiados de gripas y diarrea, las costillas al descubierto,
pálidos y hambrientos, ataviados con unas pocas pieles, arrebatadas a unos
pobres animales aún más tristes que ellos, armados con viejas espadas francas y
romanas grandes, algunas hachas, lanzas y enormes escudos maltrechos de madera.
Mucho más que el ejército de vanguardia de la alianza de todas las tribus
galas, quienes en breve se enfrentarían con la Onceaba Legión Romana,
asemejaban una horda de almas en pena esperando la apertura de las puertas del
Inframundo para ingresar. Supuestamente, estas tropas representaban la
esperanza de los pueblos galos, en su intento por detener el avance de la
invasión romana.
Diciembre iniciaba y el invierno en las Galias amenazaba
con ser uno de los más crueles en muchos años.
Para el joven e inexperto Mandárbal,
era la segunda campaña bélica en su vida. Tenía 23 años cuando se unió un año atrás a una pandilla de vikingos,
quienes con dos barcos intentaron asaltar una flota romana completa que
transportaba oro, arrebatado por el comandante Julio Cesar a una tribu de
germanos. En la primera confrontación, cerca de las costas de Britania, una
flecha romana atravesó la garganta del líder vikingo, el resto de los piratas interpretó la caída
de su capitán como un mal presagio. Emprendieron la retirada de inmediato,
mucho antes de iniciar la lucha. Los romanos los cazaron como a focas marinas
indefensas, crucificaron a la mayoría de ellos. Cayo Julio César no tenía el
menor dejo de piedad contra aquellos que osaban arrebatarle siquiera una moneda
de oro. El pervertido romano se consideraba dueño absoluto de todo el oro celta
de las Galias. Con todo aquel metal precioso robado, financiaría próximamente
su ascenso en el Cenado Romano.
Mandárbal se salvó de una muerte
segura junto con unos pocos vikingos sobrevivientes, nadando en pleno mar
abierto y congelado, aferrado a la última tabla de su barco destruido. Regresó
a su granja con su familia en la Costa Norte de Inglaterra. Permaneció oculto y
muerto de miedo, ayudando a sus padres y hermanos a alimentar a los pocos
cerdos que les quedaban. Aunque apenas sabía usar la espada, había intentado
convertirse en soldado para ayudar a pagar las deudas de su padre. Unos años
antes, cuando apenas era adolescente, alguien le informó a un cacique britano
que el padre de Mandárbal se había burlado de su rey, borracho y desnudo
durante una juerga. Nunca pudieron comprobarle nada de esos chismes al viejo
granjero, pero el terrateniente le impuso en reprimenda una multa tan alta, que
en breve les quitarían su granja y sus pocas propiedades.
Un año después, muchos jóvenes
britanos se unirían al llamado de un general rebelde: el galo Vercingetórix.
Quien dirigiría la lucha a gran escala para echar a los romanos de las Galias.
El líder ofrecía en recompensa tierras, oro y ganado confiscados al enemigo
para todo aquel que se le uniera. Mandárbal creyó que era su gran oportunidad para
sacar a su familia de un golpe de la pobreza. Llevarla hacia otro país y
reconstruir la granja en un nuevo sito.
Decidió
convertirse en mercenario por segunda ocasión. Con los pocos recursos que
quedaban a sus padres, consiguió financiar su viaje a Germania, cruzando el mar
con otros diez voluntarios britanos, pobremente equipados para la guerra pero
llenos de sueños.
Previamente, el abuelo de
Mandárbal había intentado detenerlo y
orientar su vida hacia otro rumbo. Tuvo una visión cuando su nieto era apenas
un niño, en la que éste se convertiría en su sucesor. El viejo Góltico era el
gran sacerdote druida de la comarca y soñaba con que Mandárbal se preparara
como hombre religioso, mago y curandero. El futuro líder espiritual de su
aldea.
Por aquellos días la magia y la religión atraían
poco a los muchachos, quienes soñaban con aventuras y riquezas obtenidas con
poco esfuerzo. La vida de los magos y médicos druidas, austera y llena de
sacrificios, representaba poco atractivo para las nuevas generaciones de britanos
que incluso se identificaban bastante con
los legionarios romanos. Una armadura llamativa de hierro, un sueldo seguro y nada
desdeñable, la admiración de la mayoría de las muchachas, así como el estatus quo
del que gozaban los ciudadanos libres de Roma eran algo mucho más preciado por
los jóvenes bárbaros, por lo que algunos incluso matarían a cambio de
obtenerlo.
A los dieciséis años el druida Góltico lo tomó como
su aprendiz e intentó introducirlo en el mundo de la medicina y la brujería
ancestrales. Por momentos, el nieto se mostraba dotado de grandes facultades
para la magia, aunque había una parte de su ser que lo volvía distraído y
disperso, mucho más inclinado hacia las escaramuzas, la vagancia y el
bandolerismo.
Antes del primer encuentro entre el
ejército de Vercingetórix y las legiones de Julio César, una madrugada, cerca
de Francia, el druida Góltico apareció en un sueño a Mandárbal. El joven supo
con tristeza que su abuelo había muerto. En medio de lágrimas, el britano sintió
que no habría jamás quien remplazara a su abuelo, con su bondad, sabiduría y
paciencia. A partir de entonces acariciaría todas las madrugadas una pequeña
talega con 24 tablillas minúsculas, grabadas cada una de ellas. Era su propio
juego de Runas que el druida Góltico había preparado y bendecido especialmente
para su nieto.
2
Un
retumbar en la lejanía puso en alerta a las harapientas tropas celtas. Era la
marcha ordenada y precisa de la Legión Número Once de Cayo Julio César que se
aproximaba. Alguien lanzó unas órdenes en un extraño dialéctico
franco-germánico. Otras voces chillonas en distintas lenguas célticas se
alzaron, impeliendo a sus respectivos contingentes a estar preparados:
hispanos, bretones, gaélicos, germánicos, púnicos, burgundios. Tribus quienes
jamás se constituyeron como una nación común, que incluso combatieron entre sí
por años, pero que compartían territorios, costumbres, usos y religiones. Se
unían hoy bajo el mando de Vercingetórix para poner fin a la avanzada romana.
Los más cercanos a Vercingetórix
preparaban enormes bolas hechas de estiércol seco de vaca, ramas, mimbre y
maleza, las ungieron con manteca derretida de cordero y cerdo, mojándolas una y
otra vez durante toda la noche. Eran tan grandes y pesadas que se requería la
fuerza de cinco hombres para maniobrar tan solo una de ellas. El comandante
celta mandó traer también piedras gigantescas y redondeadas. No se les informo
de su finalidad al resto de los mercenarios procedentes de los más lejanos
sitios de las Galias. Tampoco era difícil adivinar el uso que les darían los
hombres de Vercingetórix y en qué consistiría su primera maniobra.
El retumbar del suelo se hizo más
cercano. Eran las seis y treinta de la madrugada. Los estandartes romanos
aparecieron en el horizonte, el águila imperial emergió, abriéndose paso a
través de la neblina. Repentinamente los legionarios estaban demasiado cerca de
las tropas galas. Los celtas habrían podido tocarlos a través de la niebla tan
sólo con estirar el brazo. Empero, permanecían bastante ocultos de la mirada
romana, aguardando las órdenes de Vercingetórix.
El bramido de un cuerno galo se
escucho desde lo profundo del bosque. Mandárbal moría de miedo: era la primera orden
de ataque para las fuerzas bárbaras. Pero aún no debían salir de su escondite.
Extrañamente, el único pensamiento que pasaba por su mente por ahora, además de
evocar con nostalgia a sus padres, su abuelo y sus hermanos, era el lamentarse
de que si moría aquella mañana, lo haría siendo virgen, pues jamás había yacido
con muchacha alguna.
En el momento en que las legiones pasaban bajo las
faldas de una montaña, se escuchó un segundo llamado del cuerno galo a través
del bosque: el infierno se desató. Enormes bolas de fuego hechas de estiércol y
heno descendieron por la pendiente a toda velocidad. Los legionarios ya
esperaban un primer ataque, advertidos por el sonido del cuerno galo, formados
en posición defensiva, dispuestos a enfrentarse a cualquier cosa que emergiera
de entre los árboles.
Las bolas de fuego gigantes
arrasaron con las primeras filas romanas, aplastándolos, calcinando sus cuerpos y sembrando el caos
entre las legiones. Otros bramidos del cuerno rugieron sucesivamente y nuevas
montañas de fuego cayeron sobre los desprotegidos flancos de los romanos. Sobrevino
una lluvia de piedras enormes que aplastaron las cabezas y huesos de los
legionarios que no habían sido achicharrados o consumidos previamente por las
llamas.
Un último llamado del cuerno de Vercingetórix
aviso a la infantería y a los jinetes celtas, de los que formaba parte
Mandárbal, que podían salir de sus escondites. La lucha cuerpo a cuerpo inició.
Mandárbal esquivó un dardo romano utilizando su hacha grande, desviándolo con
su pesada masa. Lanzó un golpe errático y no supo si derribó a un
legionario o tan sólo hizo sonar su
armadura con el ataque. Un segundo pilo
romano por poco lo ensarta como a una mariposa, el portador de la lanza extrajo
su espada romana y se fue sobre el joven britano. Mandárbal saltó hacia la
derecha, evitando ser destripado ahora por el arma punzocortante del
legionario. El italiano se obstinaba en asesinar al joven bárbaro a como diera
lugar. Avanzó directo sobre él, pero Mandárbal partió su escudo romano con un solo
hachazo certero, comprendiendo que si no acababa con el legionario pronto, aquel
no descansaría hasta terminar con su vida. El romano intentó atravesarle el
hígado de un tajo, pero Mandárbal le hirió antes el ojo con su daga, portada en
la mano derecha, el italiano lanzó un alarido ensordecedor. El joven bárbaro
asestó luego un pesado golpe con su hacha desde la mano izquierda, sobre la
cabeza rapada del romano, partiendo en dos su casco y haciéndole brotar los
sesos y varios litros de sangre.
Sus compañeros aullaron de alegría
al ver caído al romano, animándolo a continuar el combate con valentía. Un
jinete romano que avanzaba sobre el campo de batalla cercenando cabezas galas
con dos espadas, se precipitó sobre Mandárbal. El joven celta se desplazó hacia
la izquierda, evitando el corte romano y perder su cráneo. Empuñando su hacha britana emprendió una
frenética carrera tras el jinete, lanzando gritos enloquecidos. Se había
contagiado de la sed de sangre celta. El Imperio Romano y César debían ser destruidos.
Dio un poderoso salto y desde el suelo alcanzó en el hombro al jinete con el filo de su daga,
era un jerarca imperial, amigo personal de César, hijo de un senador. Le
perforó la clavícula de lado a lado. El italiano cayó de su montura, lanzando
un chillido. Intentó ponerse de pié, pero Mandárbal ya había cortado su cabeza
con un solo movimiento hábil de su hacha britana.
Julio César arengó a sus legionarios para mantener
la formación, la cual pudieron sostener a pesar de que eran inevitablemente
barridos y exterminados por las fuerzas bárbaras, que aunque menos ordenadas,
contaban con una pasión y valentía poco comunes. Vercingetórix intentó destruir
el contingente que protegía a César, con la firme convicción de no dejarlo
salir vivo de esa batalla, pero fue repelido por sus hombres más cercanos,
fieros veteranos de otras guerras. El comandante romano se colocó al frente de
su caballería y emprendió la retirada con rumbo hacia Italia.
Vercingetórix y todos los celtas
estaban locos de felicidad. Pensaban que con aquella escaramuza contra los
romanos terminaría la invasión romana, el líder de los bárbaros ya meditaba
acerca de cómo repartirse las tierras y el botín arrebatado a los invasores.
3
A
los catorce años de edad, el druida Góltico fue reclutado por un comerciante
vikingo, poseedor de un barco. De joven, el britano era bastante alto y robusto,
por lo que a Bóstar, el propietario del navío, le pareció que sería un
excelente prospecto para servirle como uno de sus guardaespaldas personales que
le acompañaban en sus múltiples viajes y campañas comerciales por todo el
mundo.
Se le prometió un sueldo modesto
pero nada desdeñable para un humilde chico britano, hijo de sencillos pastores,
que no podía aspirar a un futuro demasiado grande quedándose en su comarca. El
muchacho acepto al instante, con el deseo de realizar interesantes viajes,
protagonizar aventuras y mandar dinero para ayudar a su familia.
El viejo Bóstar resulto ser no sólo
un genio para el comercio de joyas, especias, telas, pieles, carnes ahumadas y
alimentos en conserva, sino un vikingo con una fuerte inclinación hacia la
magia y las tradiciones espirituales de todos los lugares que visitaba. Gracias
a su trabajo, había entrado en contacto con hermandades y maestros de Hispania,
Persia, Egipto y toda la Galia.
De manera que Góltico comenzó a
aprender bastante, tan sólo de escuchar las interesantes conversaciones que
Bóstar sostenía con médicos, sacerdotes, druidas y magos de todos los sitios
que visitaban. En breve tiempo dominó el latín y el griego, lenguas entonces
muy comerciales, solamente al escucharlas hablar en voz de comerciantes,
clientes y brujos de muchos lugares. El viejo Bóstar descubrió entonces en el
alma salvaje y poco instruida del britano, una luz que podía ser alimentada con
el fuego propicio de la sabiduría. Le hizo llegar diversos libros sobre
medicina, religión y ocultismo que el muchacho devoró.
Una noche, el vikingo obsequió al chico una bolsita
de gamuza que contenía unas extrañas fichas de madera, grabadas con
indescifrables caracteres: fue su primer juego de Runas. El normando dejaba de
ser su patrón y su amo, para convertirse en su maestro de magia.
Bóstar explicó al muchacho que las
Runas eran el primer alfabeto con que contó la humanidad, otorgadas a los
hombres directamente de manos del Dios Odín. Inicialmente sólo le era permitido
manejarlas y estudiarlas a los varones druidas, pero en un momento dado, Odín aceptó que las mujeres también se
dedicaran a ellas, nombrándolas runamales o druidesas, especializadas en tener
visiones, decir la suerte a los viajeros y hacer hechizos con las runas.
Fueron muchos los años que el
britano Góltico viajo como compañero y aprendiz de Bóstar. Llegado el momento,
el viejo comerciante decidió vender su barco y sus líneas comerciales para
regresar a Islandia, su tierra natal. Dedicando el resto de sus días a diversas
investigaciones y estudios sobre artes ocultas. Góltico le acompañó varios años
aún, viviendo entre los vikingos, estudiando no sólo su magia, sino su
medicina, sus rituales y costumbres.
Cuando el britano cumplió 29 años, de la mano de Bóstar y con su padrinazgo, fue ordenado
como druida por los más altos sacerdotes y magos de la religión celta. Había
encontrado por fin su misión de vida, tras años de viajes, luchas, búsquedas y
extravíos. Estaba listo para regresar a su isla y ejercer como médico y guía
espiritual de su comarca.
4
Mandárbal
y el resto de los voluntarios britanos se dieron cuenta muy pronto que Vercingetórix
y sus más allegados no tenían la menor intensión de repartir ni un céntimo del
botín arrebatado a los romanos en las primeras luchas.
Después del último triunfo, lo único
que recibieron los jóvenes guerrilleros fue una felicitación personal por parte
del líder galo y muchas promesas de inmortalidad, de canciones y leyendas que
versarían sobre las hazañas de los valientes guerreros celtas. No se volvió a
mencionar ni una palabra sobre la distribución de tierras quitadas a los
romanos, que era lo que más preocupaba a Mandárbal, ni el oro del que habían
despojado a César en el último encuentro.
Tras seis
meses de campaña bélica, Vercingetórix ni siquiera deseaba compartir la comida
con el resto de contingentes celtas. La gente empezó a disputarse unos puñados
de trigo y frijoles, excitada por el hambre y la incertidumbre. Por su parte,
los líderes galos no deseaban desprenderse de nada de lo arrebatado a los romanos.
Las protestas comenzaron de inmediato: un grupo de francos se rebeló, y fueron
decapitados casi al instante por órdenes de Vercingetórix. La molestia y el
malestar generalizado se extendieron aún más entre las tropas rebeldes.
Mandárbal, quien había idealizado y
sentía una enorme admiración inicial hacia el líder galo, se decepcionó
terriblemente. Se dio cuenta de que todos los caciques revolucionarios sólo
deseaban arrebatar el poder a los dictadores en turno para colocarse en su
lugar y resultar luego aún más crueles y miserables que sus antecesores. Cuando
menos, los gobernantes romanos de las Galias se encargaban de que no faltara ni
el grano ni el pan a ninguna de las aldeas sometidas a su jurisdicción. Tribus
enteras comenzaron a abandonar a Vercingetórix y a volver a sus comunidades. El
cacique siguió decapitando a quien podía, mandando descuartizar a diestra y
siniestra a los inconformes, acusándolos de traición y deserción; aún más gente
lo abandonó en cuanto pudo. Su ejército comenzó a reducirse drásticamente.
Mandárbal decidió que si no se
preocupaba él mismo por su propio futuro, ningún líder revolucionario lo haría.
Sacó sus Runas y las leyó por primera vez a un capitán germano a cambio de un
par de monedas de plata. El rumor de que un druida britano viajaba en el
contingente de voluntarios se extendió. Pronto Mandárbal tuvo su consulta
repleta de pacientes que deseaban que se les dijera la suerte con las Runas, se
les rebelara su futuro o se les hiciera una limpieza espiritual con hojas de
Árbol del Tejo. Su morral de cuero comenzó a llenarse también de pequeñas
monedas de oro, plata, bronce y cobre que los galos de todas las tribus le
daban a cambio de sus servicios.
Sus intereses cambiaron en totalidad,
la lucha armada contra los romanos pasó a segundo término. Recolectó todas las
hierbas curativas que encontraba a su paso con el ejército rebelde, recordando
en fragmentos aislados, las enseñanzas sobre herbolaria y medicina ancestral
que el druida Góltico le transmitió. Se lamentó terriblemente de no poner en su
momento la suficiente dedicación a las explicaciones de su abuelo. Pero con
todo y todo, pudo también comenzar a curar las heridas de guerra y las
infecciones de los voluntarios celtas. Sus servicios espirituales se diversificaron,
atendiendo no sólo los padecimientos del alma de la gente, sino también las
enfermedades físicas de quienes lo seguían.
La distancia entre sus intereses comerciales
y espirituales, con los oscuros fines políticos y militares de Vercingetórix,
se hizo cada día más grande.
Al irse dedicando poco a poco a curar y asesorar
espiritualmente a sus pacientes, sintió encontrar una actividad que por fin lo
hacía sentirse satisfecho consigo mismo, a la par de hacerse de recursos
económicos para sobrevivir.
5
Era
hija de un antiguo patriarca germano, quien fue asesinado en una guerra tribal.
Sus adversarios se quedaron con sus tierras y todas sus pertenencias,
esclavizando luego a su familia.
Isa creció primero como parte de la
certidumbre de un cacique del Norte de Germania, pero este se vio pronto en
bancarrota y la vendió con un lote de esclavos que fue a parar hasta la
frontera entre Francia e Italia. La mayoría de ellos murió en el trayecto. Cuando
tenía doce años fue vendida de nueva cuenta por un traficante a un viejo
sacerdote celta, quien le dio un mejor trato: el anciano druida Fedón. La chica
creyó que el viejo la quería para obtener sus favores sexuales, al igual que
todos sus dueños anteriores, quienes la violaron y ultrajaron innumerables
veces. Un esclavo era propiedad absoluta de quien podía pagar por él, incluso
su alma y su sexualidad pertenecía al
amo.
Empero, el anciano celta jamás la
tocó, sino que la preparó para ayudarle con los servicios médicos que proporcionaba,
viajando a pie de comarca en comarca por todo Germania, curando y exorcizando,
presidiendo ritos, bendiciendo cosechas, ganado y familias a cambio de lo que
desearan darle. Aprendió mucho al lado del viejo druida Fedón, acompañándolo, ayudándolo
a realizar curaciones, talismanes y sortilegios, guiando un pequeño asno en el
que cargaban sus pocas pertenencias. El druida era bastante anciano cuando la
chica germana llegó con él, de modo que cuando falleció, Isa se vio liberada
por fin de la esclavitud, quedándose con el burro del sacerdote y algunas de
sus cosas. Lloró amargamente por él, porque el viejo Fedón era lo más parecido
a la bondad que conoció en su vida.
Al escuchar que Vercingetórix
organizaba un enorme ejército en contra de Roma, se unió a la muchedumbre que
siempre acompaña y camina detrás de las
tropas, vendiéndoles comida, baratijas, ofreciéndoles servicios de limpieza y
sexuales. Isa ejerció como enfermera y sexoservidora durante los primeros
meses, logrando ganar incluso más de lo que obtenían los miserables guerreros
voluntarios.
De manera que cuando le contaron que
un druida se encontraba entre las filas bárbaras, como ella había pasado varios
años muy cerca de uno, sintió el impulso natural de acudir a visitarlo. Sin imaginar
que era un muchacho hasta cierto punto inexperto y neófito en el mundo de la
magia.
El joven britano se sintió turbado
cuando la vio por primera vez, no podía sostenerle la mirada, le pareció
insoportablemente bonita. Al sacar sus Runas para conocer su destino, apareció
la Runa I: La Diosa Isis: mejor conocida desde la antigüedad como El Hielo.
“Espera, detente, con cuidado y calma antes de avanzar…” Hubiera dicho ante ésta
letra desconcertante el druida Góltico. El muchacho sintió a su corazón
cimbrarle en los oídos.
-Me
llamo Isa, de hecho, en honor de la Diosa Isis… Así me llamo mi padre.
Le dijo la muchacha coquetamente.
El joven druida se negó a cobrarle por la lectura de
Runas. Se hicieron muy amigos desde entonces. Mandárbal siempre se sintió
nervioso cerca de las mujeres, sobre todo si le parecían hermosas como Isa. Ella
no dejo de visitarlo casi todos los días, ayudándolo de vez en cuando a
realizar sus curaciones, cerrar y cocer heridas, cauterizar órganos mutilados,
etc. Gradualmente, el muchacho perdió el miedo que lo poseía cuando observaba
su silueta delgada y fina acercarse a la
tienda de campaña donde realizaba sus consultas. Una noche, la chica se deslizó
hasta el cuerpo adormilado y envuelto en mantas del druida, metiéndose en su
aposento, era su manera de pagarle la lectura de Runas que él se había negado a
cobrarle.
Isa siempre fue feliz cuando estuvo al lado de su
último amo: el druida Fedón, con quien vivió durante toda su adolescencia, así
es que no volvió a apartarse ya de la tienda del joven mago, convirtiéndose en
su amante y colaboradora permanente en
las curaciones, limpias y servicios espirituales que desempeñaba. Llevándose su
borrico heredado consigo y sus pocas pertenencias, volviéndose inseparable de
Mandárbal.
6
Julio
Cesar volvió a las Galias poco antes del
verano, al cabo de unos meses tras su última derrota, en esta ocasión
acompañado de tres legiones completas y un centenar de catapultas, máquinas de
guerra y asedio.
Para entonces el ejército de Vercingetórix era muy
distinto del aguerrido conjunto de tribus celtas de más de cien mil voluntarios
que lo conformaron al inicio, quienes vencieron a César en el paso de las
montañas, cerca de Francia. Su número se redujo a menos de la mitad de hombres,
a causa del hambre, las deserciones, las enfermedades y las heridas de guerra
mal cuidadas. Muchos de los nobles celtas y líderes tribales regresaron a sus
comunidades con su gente, decepcionados del pésimo liderazgo de Vercingetórix.
Si es que no murieron decapitados por su propio comandante al intentar desertar.
Los que se quedaron eran gentes oportunistas, buitres y zopilotes carroñeros
cercanos al jefe bárbaro que aún mantenían la esperanza de pillar algo en la
confusión, o quizá sacar algún beneficio monetario a la larga, si tenían
paciencia. Se dedicaban a alabarlo y apoyar todas sus decisiones por
descabelladas que parecieran, nublando su juicio y empobreciendo cada día su ya
recortada visión de la guerra.
La clientela cautiva de Mandárbal
era lo único que mantenía al druida cerca del maltrecho ejército rebelde,
aunque la cantidad de monedas que recibía por sus consultas y lecturas de Runas
era cada día menor. En un momento dado, junto con su chica, llegaron a la
conclusión radical de que lo mejor sería abandonar la columna de galos para ir
en busca de una población grande, una capital, donde hubiera personas más
pudientes, capaces de pagarle mejores retribuciones a cambio de sus servicios
espirituales. Aquella noche, mientras yacía desnudo al lado de Isa, acarició la
posibilidad de viajar hacia la misma Roma en busca de nuevos y más acomodados
clientes. Su dominio del latín corriente y del griego comercial era bastante
aceptable, gracias a las lecciones del druida Góltico. Tenía todo para triunfar
en Roma, fantaseaba, si las cosas progresaban favorablemente, incluso podría
comprar una pequeña granja y traer a sus padres y hermanos desde Britania, adquirir
ovejas y cerdos, como había hecho su familia durante generaciones. La esperanza
de una próxima y mejor vida lo hacía soñar. Era sabido que los romanos solían
ser bastante supersticiosos y que acostumbraban visitar a diversos médicos,
nigromantes y adivinos de distintas tradiciones para conocer su destino. Sus
oportunidades serían enormes en la capital del imperio.
Por la madrugada, los hombres de Vercingetórix
acudieron a su tienda sin previo aviso, casi lo sacaron a rastras de su sueño.
El comandante rebelde solicitaba por primera vez sus servicios adivinatorios.
Isa se aferró a su muslo, mientras era trasladado a jalones por los
lugartenientes galos.
Vercingetórix pidió secamente que se
le leyera la suerte a través de las Runas. Sus hombres acababan de avisarle que
César estaba a sólo un día de distancia, aproximándose con un poderoso
ejército. Lo más probable era que pronto se le tuviera que presentar batalla.
El líder deseaba conocer los planes de los Dioses para el día siguiente.
Las manos temblorosas del druida
extrajeron su talega de cuero, pidió al líder sacar solamente tres fichas de
madera de ella. Los ojos de Vercingetórix brillaban de aprehensión, por primera
vez en toda la campaña, el miedo y la incertidumbre lo carcomían. En algún
momento llegó a creerse ganador de la guerra y a su vez, dueño absoluto de las
Galias. Ahora casi temblaba de miedo al saber que el senador romano venía con
todo por él. Apenas había caído en cuenta que no contaba con las fuerzas
suficientes para hacerle frente. Pensaba que tras la última reyerta, César no
se atrevería a regresar jamás.
Mandárbal
entraba en una especie de transe siempre que utilizaba sus Runas, hoy no fue la
excepción, a pesar del nerviosismo. Los dedos largos y enflaquecidos de Vercingetórix
tomaron tres fichas. La Runa Blanca, o
0, del Dios Odín apareció. El destino de Vercingetórix estaba en puerta,
no había manera de evadirlo, fuera lo que fuera. Para bien o para mal, la hora definitiva
había llegado al líder, de demostrar a los Dioses de qué estaba hecho, o de perderse
sin remedio ni posibilidad alguna de ingresar en el Valhala. La Gloria y el
Infierno a la vez se jugaban ante Vercingetórix. Luego Berkana, o B, la Runa de
la Realización Total: habría un desenlace favorable para el comandante rebelde,
siempre y cuando tomara las decisiones
apropiadas. Pero al final: X, o El Dolor: algo terrible se aproximaba también,
y era consecuencia de todos los actos erróneos previos en la vida de Vercingetórix.
-¿Derrotaré
a César mañana…? ¿O seré aplastado como una cucaracha por los romanos…?
Pronunció hoscamente el galo. Lo más
seguro era que en el fondo conocía la
respuesta. Se había hecho demasiados enemigos entre la gente que un día lo
apoyo. Muchas tribus galas que estuvieron de su parte al inicio ahora saludaban
a César, o como mínimo se abstenían de cualquier participación en la guerra.
-Todo
está en juego mi señor –respondió el druida. El Triunfo o la perdición, pero
los Dioses no son muy claros, debe tener muchísimo cuidado de tomar las
decisiones apropiadas…
-¿Qué
me aconsejan los Dioses, oh druida…?
Insistió el jefe.
-No
presente batalla a César con los recursos que tiene actualmente. Repliéguese
hasta el Norte de las Galias, incluso márchese a la Isla de Britania, vuelva a
negociar con los líderes celtas si es que algún día desea volver a la guerra.
Pero por ahora no, disperse su ejército, que ya no da para más. Incluso
retírese definitivamente del escenario, con lo poco o mucho que haya ganado en
esta guerra, con sus esposas y el botín de guerra que posea. Le convendría
desaparecer de manera definitiva. Adquirir una granja en Britania, tal vez en
Escocia, con los gaélicos. Lejos del alcance de Roma….
-¡Esconderse
como una sabandija…! ¡Eso es lo que
aconsejas al gran Vercingetórix, al líder de todos los galos…! ¿Qué clase de
druida de pacotilla eres…..? ¡El granjero debes ser tú, druida miserable…!
Mandárbal comprendió que el ego de Vercingetórix
era tan grande como las Galias juntas, y que esto lo llevaría sin remedio a su
perdición. Se creía rey absoluto de los celtas. En esto no era muy distinto de
su rival: Cayo Julio César. Incluso no era tan inteligente como aquel. Más que
nunca supo que por su parte debía alejarse junto con Isa cuanto antes, lo más
lejos posible del líder revolucionario, quien ya daba señales de locura y
megalomanía. De lo contrario sería arrastrado a la perdición.
Los hombres de Vercingetórix lo
dejaron irse por fin en paz. El líder ni si quiera agradeció los servicios del
druida. Mucho menos le dio algo a cambio de su labor.
En cuanto estuvo en su tienda, Mandárbal alertó a
Isa de su premura por marcharse, empacaron sus pertenencias y los víveres con
que contaban, en silencio, sin que nadie más se diera cuenta, se prepararon
para marcharse. Subieron todo a lomos del borrico de la muchacha, se irían con
él cuanto antes.
7
Al
siguiente día, Vercingetórix ordenó a sus tropas apertrecharse en la cumbre de
una montaña, muy cerca de Germania, donde existía un importante fuerte germano
conocido como Alesia. Ahí aguardarían la llegada de Julio César para
enfrentarlo. Al parecer había decidido hacer caso omiso de los consejos de
Mandárbal. Mensajeros provenientes de Germania le avisaron que al final, un
poderoso ejército de galos se acercaba para prestarle ayuda. Uno de sus primos
hermanos había hablado en un consejo de ancianos a su favor, pidiendo apoyo
para el líder. Vercingetórix sintió que la suerte lo favorecía de nueva cuenta,
que el druida de la noche anterior estaba equivocado.
Esa misma madrugada Mandárbal e Isa
tomaron a su pequeño asno y se escabulleron por entre los bultos de los
soldados aún durmientes. Alguno de los hombres se dio cuenta de su huida, pero
los dejaron marcharse: el druida se había ganado bastante respeto frente a
aquellas gentes. Avanzaron por entre los bultos del campamento, esquivando los
cuerpos agotados y heridos de lo que algún día fue uno de los más grandes
ejércitos celtas. Pudieron respirar tranquilos cuando sintieron que estaban
bastante lejos del alcance de Vercingetórix, de cualquier manera, Mandárbal
estaba casi seguro de que nadie entre los voluntarios galos lo delataría.
Se sumergieron en un bosque de
grandes pinos y robles, tuvieron cuidado de borrar las huellas sobre el fango
que dejaban sus pies y los de su montura. Tendrían que pasar varios días solos,
durmiendo bajo los árboles en medio de las lluvias de Junio. Todo era mejor a
continuar al lado de un líder desquiciado y ambicioso, quien seguro arrastraría
a todos sus hombres a la destrucción. En
esos días, Isa se encargaría de informar al joven druida que estaba embarazada
de él.
8
En
un tiempo record de poco más de una hora, Julio César sitió por los cuatro
puntos el fuerte de Alesia, donde se resguardaba Vercingetórix, impidiendo que
nada entrara ni saliera de la montaña. Comenzó el asedio con catapultas y
ballestas gigantes que arrojaban flechas tan grandes como un árbol. Lanzando
proyectiles de fuego y metal que sembraban la muerte y el terror entre los
galos. Los bárbaros, mal aprovisionados como siempre, experimentaron muy pronto
el hambre y la sed. Los días transcurrían y el ejército de apoyo del primo de Vercingetórix
no llegaba. Muy pronto se supo que una caballería romana lo había flanqueado
dos días antes de arribar en auxilio del comandante galo. Los germanos fueron derrotados
y obligados a regresar al corazón de Germania. Su primo murió empalado por un
pilo romano al inicio de la emboscada.
Vercingetórix recordó la profecía y
los consejos del druida, aún así no lamentó las decisiones tomadas y se aferró
a la esperanza de sobrevivir el asedio.
A los siete días de cerco salieron
de entre los galos centenares de mujeres, ancianos y niños para suplicar piedad
a Cayo Julio César, rogándole perdón y algo de comida. Más César no se conmovió
ni un milímetro. Su ejército se fue cerrando paulatinamente, hasta estrangular
por completo a lo que quedaba de las fuerzas rebeldes. Oprimiéndolos con su
cuerpo hábil y experto, como serpiente constrictora mortífera. Casi no habría
sobrevivientes al final, y los que quedaran serían vendidos como esclavos en
las colonias romanas.
9
Mandárbal
se unió con Isa a una columna de comerciantes francos e italianos que se
dirigían a Roma. Por el camino, su consulta engordó considerablemente, con nuevos
pacientes para ser curados o consultantes para que se les leyesen las Runas.
Emocionados de saber que un druida se encontraba al servicio de todos. Isa lo
apoyaba en cada una de sus intervenciones, ayudándolo a recoger también las
cuantiosas ganancias que recibían sin cesar.
La panza de la muchacha crecía cada
día que avanzaban hacia la Capital del Imperio, aproximándose la hora del
alumbramiento. Al poco tiempo se enteraron de la destrucción completa del
ejército galo. Unas gotas de tristeza surcaron el corazón de Mandárbal, quien
se lamentó sobre todo por la pérdida de tantas familias ingenuas e inocentes a
quienes conocía. Supieron que César no tuvo piedad de nadie. Los sobrevivientes
ya estarían en las galeras de algún barco romano, marchando hacia alguna ciudad
en Hispania o Alejandría, en África, para ser vendidos como carne de cañón.
También se enterarían de que Vercingetórix
era llevado con cadenas hacia Roma, como trofeo que Julio César ofrecería al
Senado, con la finalidad de buscar su ascenso a toda costa. Todo el oro
arrebatado a las tribus celtas le serviría para pagar una enorme cantidad de
deudas y comprar los favores de más de un senador corrupto.
Las murallas de Roma aparecieron
ante los ojos de los viajeros. Isa estaba emocionada cuando apareció la
gigantesca urbe en el horizonte. La caravana por fin llegaba a su destino.
Mandárbal iba delante del borrico, sobre el lomo de la montura viajaba la
muchacha, bastante adelantada en su embarazo. El corazón estuvo al punto de
salírseles de contentos. Luego los recibió la enorme Puerta Oriental de la
ciudad, por donde ingresaron lentamente. En cuanto pudieran, conseguirían un
lugar para pasar la noche. A la mañana siguiente, comenzarían a ofrecer sus
servicios médicos y espirituales para todo romano o extranjero que los deseara.
Pasaron a través de la Puerta
Oriental: una muchedumbre polifónica de culturas diversas, lenguas variadas, aromas
fuertes, mentalidades y colores de piel los devoró. Nunca más regresarían a las
Galias.