LA FILOSOFÍA PERENNE
No se le puede, ni se le debe exigir a todo el mundo
asistir a psicoterapia. Aunque parezca que lo requieran.
Existe
aquel quien jamás se ha sentado en un consultorio terapéutico como paciente, y
sin embargo, ejerce sin prejuicios el oficio de ayudar y asesorar a otros. Es
respetable y posible, pero también cuestionable. Pensar que lo que hace uno es
absoluto e irrefutable, y que no requiere de ningún modo la retroalimentación
ni el punto de vista externo de colegas más experimentados, simplemente más
objetivos por poseer una mirada externa y distinta a la propia. El ser humano
crece a partir del diálogo, y la terapia es un ejemplo de diálogo con fines de
auto observación. Para curar, permite asumir puntos de vista distintos y
crecientemente amplios, a partir de salirse de uno mismo, superar el
egocentrismo y asumir que existe el otro.
En
mis años de estudiante y en los periodos posteriores a la universidad, asistí
con muchos y diversos terapeutas, representantes de los más variopintos
enfoques: psicoanalistas, humanistas, constructivistas, ecologistas, etc. Cada
uno sembró algo positivo y permanente en mí, que seguramente se refleja no sólo
en mi persona, en mi vida cotidiana, sino también en mi trabajo como
psicoterapeuta.
Debo
acumular, según mis cálculos, un background
de cuando menos unos diez psicólogos y psicoterapeutas con quienes asistí en
algún momento de mi vida para asesorarme sobre asuntos emocionales, personales
o profesionales. De ningún modo afirmo
dogmáticamente, a partir de ello, que todo mundo tenga que asistir a
psicoterapia de forma obligada. Pero sí soy defensor de que haya un compromiso
de analizarse, revisarse a sí mismo y confrontarse sin piedad con la ayuda de
un colega más experimentado: asistir a terapia pues, si se piensa dedicarse a
ella y asesorar luego a otros seres humanos.
Al
primero de ellos a quien tengo presente, al pensar en mis principales maestros
de la vida y terapeutas, es Víctor Fuentes. No era un psicólogo académico, como
la gran mayoría, pero sí un gran psicólogo de la vida. Maestro de artes
marciales en su juventud y de yoga. Llegó a la psicoterapia a través de sus
lecturas autodidactas de Fritz Perls y de Richard Bandler, formándose como
hipnoterapeuta y constelador familiar posteriormente.
Víctor
fue el primero que me permitió romper con la academia. Haciéndome dar cuenta de
cómo los años dentro de una universidad,
primero como estudiante, luego como profesor, habían hecho mi vida más rígida y
amurallada, lejos de volverme más libre y sabio como siempre anhelé desde el
bachillerato, cuando soñaba con volverme escritor y combinar la escritura con
la música y la terapia. A varios años de haberlo conocido y haber ido a su
consultorio, me parece que con él fue con quien comencé a darme cuenta que el
verdadero conocimiento se encontraba en todas partes, incluso en las calles, en
el campo, en los mercados ambulantes y los barrios, menos en las universidades
y las instituciones educativas. Del mismo modo, que al parecer, Dios, Jesús o
Buda, se encontraban en cualquier lado, menos en las iglesias, templos y
organizaciones que se autoerigían como dueñas absolutas de sus nombres y enseñanzas.
Quien
me ayudó a romper con la “coraza académica”, a darle el tiro de gracia
definitivo, fue Alejandro de Jerusalem. Antropólogo, yogui y psicoanalista,
formado en la escuela de Erich Fromm durante los años sesentas y con Alexander
Lowen en los Estados Unidos. Dedicado a combinar el psicoanálisis con la yoga, el
Budismo Zen, la meditación y la enseñanza de la música. Nacido en Hebrón,
Israel, ciudadano de España, de México y de Oriente Medio.
Jerusalem
fue quien mayormente me animó a tomar la decisión final de renunciar a mi plaza
en la Universidad de Guadalajara, si es que en algún momento pretendía
evolucionar emocional y espiritualmente, y aprender a vivir por mi cuenta,
sobreviviendo con exclusividad de mis conocimientos como terapeuta independiente
y escritor psicológico. Lo encontré en
el momento en que el conocimiento académico ya no me daba para más, el momento
justo en que necesitaba dar un giro radical a mi vida. Coincidimos en plena
calle, mientras él impartía sus clases de dibujo y violín en una plaza pública.
Una
psicoterapia mexicana perenne sería aquella que precisamente contribuyera a
quebrantar las corazas, dogmas y creencias fijas que se le forjan a la gente a
lo largo de años de pertenecer a una familia, asistir a una determinada
escuela, universidad o iglesia. Desde la antigüedad, la finalidad de las
filosofías y conocimientos perennes consistía en liberar a las personas de las
ataduras familiares y sociales, en “desinstitucionalizar” a aquellos quienes
desearan ser iniciados o convertirse en estudiantes de los grandes sabios, curanderos, guías y chamanes.
Desde
las escuelas filosóficas más antiguas se hablaba de un proceso de purificación,
que no consistía más que en la ruptura de los viejos esquemas para comprender
el mundo, por parte del aprendiz. Proceso nada sencillo, de cualquier manera.
He
visto grandes y viejos terapeutas asumir humildemente, una y otra vez, a pesar
de sus conocimientos y experiencia, el papel de pacientes, animándose a cambiar
su visión de la vida, pese a sus años, ganándose mi admiración.
Con Alejandro de Jerusalem fui
primero aprendiz de psicoanalista, luego paciente, y por último, estudiante de
violín. Y ahí vamos.
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