Parménides García Saldaña
El éxtasis de las buenas almas se había transformado (súbitamente) en tedio.
La droga había dejado de ser efectiva.
El gran cambio de la Flower Generation confirmaba, una vez más,
la pequeña verdad (very earthy) de Karlitos Marx:
las revoluciones burguesas tienen corta vida.
Parménides García Saldaña –En la Ruta de la Onda
Un personaje de singularidades extravagantes que, a veces,
sustituía la cannabis por la coca, para que el olor de la mariguana
no incomodara a la gente del vecindario.
Rosa Carmen Ángeles–Una De Parménides García Saldaña
1
Es difícil negar algo a un amigo. Mucho más si los vínculos y las identificaciones, sean estas afectivas, carnales, ideológicas, homosexuales subconscientes e incluso patológicas hacia él, se encuentran cebados y alimentados por una complicidad silenciosa. Las drogas unen con cierta frecuencia a algunos adictos entre sí mediante un pacto que consiste en no delatar al compañero pacheco, cocainómano o inhalador de crack. Incluso entre quienes únicamente tienen acceso al “toncho” o “tonchito”: suerte de bolsa de plástico donde se respirará el célebre y fino pero poco elegante aroma, disecador de neuronas del tonsol. Entre ellos existe un pacto de protección mutua casi sectario.
Está también el adicto solitario, quien prefiere la complicidad de su propia alma para drogarse o embriagarse. Aquel quien quizá fue incapaz de respetar el código de silencio entre sus cuates y otrora fue expulsado de alguna celosa logia de adictos impíos. O el otro más, también solitario, quien ha logrado, mediante un duro proceso de individuación, valerse por sí solo y atenerse únicamente a sí mismo en el infinito camino de auto complacerse y darse sus gustitos.
Quien rompe el pacto al delatar al camarada, también fractura irremediablemente sus vínculos con la tribu y pierde por siempre el amor todopoderoso de su otra familia (acaso la verdadera): los compas y la droga.
Sólo entre ellos entienden sus códigos individuales y saben del pesado y denso humo de la marihuana, del dulzón aroma de la piedra al fundirse: “como de paletas de frambuesa derretidas…” que los extasía. Nadie rebelaría ante el padre o la madre del camarada, del compa, menos delante de la chica a quien éste pretende seducir, ligarse o sencillamente cogerse, su filiación hacia las sustancias.
Según el psicoanálisis, por cierto, existe un componente altamente incestuoso en la vinculación afectiva hacia determinadas drogas: “la María…, la Macoña…” Como nombran cariñosamente y con veneración sus adeptos, sus hijos, quienes nunca jamás lograrán escabullirse de ella aunque lo intenten infinitamente, “ni que fuera gripa…”, a la cannabis.
En verdad es difícil negar ciertas cosas a un amigo.
La literatura y la filosofía también pueden establecer un vínculo de fraternidades sediciosas. El conocimiento puede producir los mismos efectos que en el opiómano su vicio: un impulso irrefrenable por compartir y contagiar a otros con las verdades recién descubiertas y develadas. Quien se encuentra con un autor o una teoría nuevos y se fascina con ellos, por poco complejos u obvios que estos resulten, busca desesperado compinches a quiénes mostrar sus descubrimientos y a quiénes contagiar de su repentina iluminación.
En el impulso creativo de no pocos escritores, se encuentra bastante latente y a veces de manera franca y descarada, el deseo de seducir, convencer, persuadir, incluso corromper, de apropiarse y secuestrar el alma de sus lectores. De convertirlos en adeptos suyos, en adictos a sus ideas, a sus verdades, a su propia luz y a sus escritos. Alguna vez él también fue seducido, enviciado y convertido a cierto tipo de conocimiento, sea éste esotérico, hermético, místico, poético o filosófico. De modo que al convertirse él mismo en escritor, se constituirá a perpetuidad en iniciador de otros espíritus novicios y neófitos, quienes caigan en sus garras o lean por accidente e infortunio sus textos.
2
A José Agustín le resultó imposible abrir la puerta de su departamento al amigo quien le llamaba e imploraba a las tres de la madrugada.
Primero lo escucho llorar y suplicar como un perrito abandonado desde el pasillo helado de aquel edificio de condominios en la Ciudad de México cerca de Tlaltelolco. Al no recibir respuesta, Parménides García Saldaña, sabiendo que su amigo escritor se encontraba dentro, enfurecido, comenzaría a arrojar insultos y a gritar fuera de sí, pateando la puerta y orinándose sobre ella. Maldiciendo a sus cuates, a su madre, a su familia, a dios y a la sociedad.
José Agustín y Parménides habían compartido muchas experiencias: etílicas, filosóficas, cannábicas y literarias. José Agustín cuenta en su libro El Rock de la Cárcel, que se le partía el alma al saber que no podía de ningún modo abrir la puerta a un amigo entrañable quien había enloquecido. Dentro se encontraba también su esposa, y no le resultaba nada cómodo exponerla a los desvaríos del loco. Dicen que Parménides solía además enamorarse de las mujeres de sus cuates. En distintas épocas pero por motivos semejantes, ambos estarían en la cárcel. Sólo que Parménides recaería varias veces más, no sólo en los penales por posesión de drogas y escándalos, sino en los psiquiátricos por su condición mental crecientemente deteriorada. Nunca tuvo una relación estable con ninguna chica, aparte de los encuentros casuales con otras adictas y bebedoras, amantes ocasionales igualmente inestables a él y sexoservidoras. El vínculo entre Parménides y José Agustín acabaría fracturándose de cualquier manera. La complicidad estaba rota para siempre.
En sus travesías psicotrópicas y alcohólicas, García Saldaña sufriría más adelante un accidente que lo reduciría a una silla de ruedas durante casi un año. Muchas veces sus amigos lo encontrarían viviendo en la calle y haciendo cualquier cosa con tal de conseguir droga.
Resultaba difícil imaginar que aquel vagabundo y drogadicto casi indigente, había vivido durante diez años en los Estados Unidos becado por su padre; angloparlante como cualquier gringo. Estudiado primero una licenciatura en economía y posteriormente otra en literatura inglesa en la Universidad de Luisiana. Con un puñado de libros publicados en su haber: uno de poesía, dos novelas y un ensayo que se constituiría en el manifiesto legendario de toda una época y de un periodo fundamental de la historia moderna.
Durante sus años en el extranjero Parménides había seguido con detenimiento los movimientos sociales de la década de los sesentas. Rastreado y dado seguimiento a líderes como Malcom X, Abbie Hoffman y Bob Dylan, leído sus discursos y libros, escuchado sus álbumes hasta el hartazgo y sido testigo indirecto del asesinato del primero.
En su célebre y actualmente difícil de conseguir manifiesto: En la Ruta de la Onda, Parménides relata que el movimiento cultural de la Onda surgió primero en Europa y los Estados Unidos, entre los aristócratas y adinerados jóvenes de los años veintes, quienes hastiados del establishment, a la vez víctimas, beneficiarios y subproductos del mismo, habían comenzado a abandonar sus vidas de privilegios y emprendido viajes por carreteras y en barcos, escrito poesía, tocado instrumentos musicales y experimentado con las síncopas. Sin dejar por supuesto de beber sendas cantidades de whisky e iniciado la quema de marihuana.
El cannabis en sus orígenes era una droga exclusiva de los afroamericanos y los jamaiquinos. En el momento en que los jóvenes blancos de barrio pobre comienzan a fumar marihuana también, el movimiento de la Onda desciende hacia las clases medias y bajas. La Onda y la mota se popularizan y se vuelven accesibles y al alcance de casi todos. Por primera vez en la historia, dice Parménides, se les concede el permiso a los jóvenes de ser hedonistas.
Parménides es testigo de la amplia politización de los movimientos juveniles, los cuales se extienden cual peligrosa epidemia, susceptibles de contagiar a la sociedad entera con sus esperanzas en un posible cambio, mismos que en sus inicios eran tan sólo drogas, sexo y enajenación.
Los Black Panters son los primeros en politizarse y exigir al gobierno gringo, más que nada, por sobre todas las cosas, respeto a la gente de color y cultura afroamericana.
El psicólogo Abbie Hoffman comienza a politizar a los hippies y a convertirlos en subversivas cabezas pensantes. Los pone a leer a su maestro Herbert Marcuse, el pensador de la Escuela de Frankfurt, también a Aldous Huxley, a Erich Fromm e incluso a Krishnamurti. Los enseña a analizar, a dialogar y a discernir. Despierta en ellos la conciencia social y política, brindándole un rumbo bastante crítico al movimiento hippie. Entonces surgen los Yippies: Fusión de los diestros Panteras Negras y los hippies pensantes.
En el momento en que los Black Panters y la élite crítica del movimiento hippie se unen para luchar por sus derechos humanos, políticos y a protestar contra la Guerra de Vietnam, el Sistema Social Norteamericano siente sacudirse su tinglado. Entonces el hipismo deja de ser un juego exótico y divertido de niñitas y comienzan las persecuciones, las desapariciones y la verdadera represión.
Cuando regresa a México a fines de los sesenta, Parménides es un amplio conocedor de los escritores norteamericanos: Jack Kerouac, William Burroghs, W, Faulkner, Thom Wolf y Norman Mailler. También del rock en todas sus vertientes. Aquí se dedica a iniciar a cualquier cantidad de jóvenes literatos, escritores y rockeros en los autores y grupos musicales de culto que él conoce a profundidad.
Pero Parménides no es de ningún modo un iluso e ingenuo pachequín, enajenado del rock y de la literatura extranjera. Parme, como lo llaman sus amigos, es entonces un depurado escritor, poseedor de un estilo bastante particular y trabajado y de una conciencia crítica y social agudísima y filosa.
De ningún modo se deja seducir por la rebeldía ficticia de los Rollings Stones y John Lennon, cuya música respeta y ama, pero a cuyos intérpretes critica sin piedad. Si tuviera que elegir, tal como lo confiesa, entre Mick Jagger y Bob Dylan, se quedaría con este último, puesto que mientras él primero se empeñaba en aprenderse de memoria las canciones del blues negro, el buen Dylan se embebía con las lecturas de Kant y Shakespeare.
Por culpa de aquellos rebeldes que en el fondo no se rebelan ante nada y sólo quieren ser millonarios, dice Parménides, el movimiento de la Onda estaría condenado al fracaso al ser convertido irremediablemente en un cliché y un producto comercial.
3
La música también puede estrechar y sellar la complicidad entre sus adeptos. El rockero quiere encontrar oídos para contagiarlos y enviciarlos con sus longplays y su guitarra. En tiempos actuales cada vez le resulta más difícil encontrar orejas dispuestas y atentas.
Parménides suscitaba entre sus conocidos y amigos una doble y contradictoria reacción emocional: por un lado lo querían y respetaban su erudición, conocimientos y experiencias, y por otro, evadían en lo posible encontrárselo en la calle, como a cualquier borracho o drogadicto inaguantable. Por una parte inspiraba devoción e identificación entre sus jóvenes seguidores y lectores, y por otra, repulsión debida a sus vicios, manías, delirios y obsesiones.
Su cadáver llevaba diez días en descomposición cuando fue encontrado en la azotea de un edificio en Polanco en la Ciudad de México. Fue difícil determinar si se trató de congestión alcohólica, sobredosis, delirium trémens, o una mezcla explosiva de todos ellos.
Previamente, él mismo se había encargado de aniquilar y destruir todos los lazos y vínculos de complicidad con sus cuates pachecos, rockeros y escritores. Sus amigos le sacaban la vuelta a toda costa.
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